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sábado, 13 de agosto de 2011

LAS ISLAS SOLOVETSKY




Cerca del Círculo Polar Ártico, en el Mar Blanco, están las islas Solovetsky, también llamadas Solovki, y consideradas Patrimonio de la Humanidad desde 1992. Llegamos en barco desde Rabocheostrovk, abreviado Rabo por los locales. El trayecto duró dos horas y fuimos acompañados por grupos de gaviotas.

Eran seis islas principales con más de 500 lagos. Desembarcamos en la isla más grande, la Bolshoy Solovetsky, y desde el agua ya se veía la silueta del misterioso y evocador Monasterio.






Encontramos una procesión de gente con varios sacerdotes ortodoxos barbados. Algunos de los sacerdotes vestían de negro con altos sombreros y otros, de mayor rango, con ricas vestiduras verde y oro. Las mujeres llevaban todas pañoletas en la cabeza, anudadas bajo la barbilla.

Los sacerdotes portaban varias cruces, rodearon el Monasterio y en la entrada rezaron, cantaron y esparcieron agua sagrada con cierto jolgorio entre las mujeres y niños. Otro sacerdote llevaba un botafumeiro que impregnaba el aire con olor a incienso. Entramos todos en la Iglesia de la Transfiguración. La pared del altar estaba enteramente cubierta de iconos. Oficiaron la misa, y dos sacerdotes orondos con barbas canosas ofrecieron las cruces de oro para todos los que quisieran besarlas.





La isla había sido uno de los campos de concentración más crueles de la antigua URSS, en la época de Stalin. Vimos una exposición sobre el Gulag con fotografías de los presos en blanco y negro. Aunque los textos eran sólo en ruso, las imágenes eran expresivas por sí solas. Hacía años que leí “Archipiélago Gulag” de Solzhenitsin y sabía de los abusos y torturas que se cometieron entre aquellos muros. Él lo describió como un lugar tan lejano para que “un grito nunca fuera oído”. Cuando oí los chillidos de las gaviotas no pude evitar sobrecogerme. Todos los lugares bellos encierran algo trágico.




Rodeamos el perímetro del Monasterio, observando como cambiaba la perspectiva de sus múltiples cúpulas de cebolla. Tenía seis grandes torres con tejadillos cónicos. Las cruces de las torres y de cada cúpula se reflejaban con perfecta simetría en las aguas del lago. Al atardecer todo el entorno del monasterio se tiñó de tonos rojizos, y en aquel momento me pareció increíble que un lugar tan bello hubiera sido un campo de concentración durante tantos años.


© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego






viernes, 5 de agosto de 2011

LABERINTOS RUSOS






Una mañana luminosa alquilamos bicicletas para recorrer la isla Bolshoy Solovetsky. Pasamos junto a unos monjes que contemplaban a los patos nadando en el Mar Blanco. Seguimos el camino pedregoso hacia el Jardín Botánico, a 3,5km. El jardín era un gran recinto boscoso con flores entre las que revoloteaban abejorros. En los años en que las islas eran un Gulag, los convictos, la mayoría presos políticos, se ocupaban del jardín. Intelectuales con ropas raídas y escasas para el intenso frío, con comida insuficiente, con la moral minada y con las fuerzas menguadas, trabajaron años infinitos en aquellos terrenos. Ahora lo cuidaban los monjes.




En un extremo había un pequeño embarcadero con un lago rodeado de bosques. Las aguas estaban inmóviles, con nenúfares flotantes, y los árboles se reflejaban en la superficie. Se respiraba la paz y la tranquilidad.

La isla era conocida también por sus laberintos líticos, remolinos concéntricos de piedras cubiertos de matorrales, y túmulos funerarios de más de 4000 años de antigüedad. Junto a la bahía vimos uno de esos laberintos que recorrimos hasta su salida.





Es curioso el simbolismo atribuido a las piedras en muchos lugares del mundo, como el Tibet. Los peregrinos de diferentes países tradicionalmente han apilado piedras en los caminos, formando túmulos de connotaciones sagradas. Los rusos consideraban Solovky la puerta de entrada al mundo espiritual. Recogí algunas piedras como recuerdo y estuvimos un buen rato descansando al sol entre hierbas y rocas, y envueltos en el silencio.

Al regresar en barco a Rabocheostovk la atmósfera seguía limpia y el cielo de un azul nítido hasta pasadas las once de la noche, cuando anochecía. Y en el cálido refugio del hotel pensé que para algunos presos las islas Solovestsky habían sido un laberinto sin salida. Deseo que estas líneas sean un homenaje y recuerdo al dolor de todos ellos.


© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego