Mostrando entradas con la etiqueta costa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta costa. Mostrar todas las entradas

miércoles, 8 de febrero de 2017

EL NIÑO DE DJIBOUTI Y EL BIDÓN OXIDADO



Paseando por el tranquilo muelle de Tadjoura vimos un niño asomado a un bidón oxidado. Estaba encaramado en una tabla y parecía distraído contemplando el interior. Nos acercamos con curiosidad por saber el contenido del bidón y vimos dos crías pequeñas de cabras. Una negra y la otra blanca. El pueblo estaba repleto de cabras que campaban a sus anchas por las calles y en la playa. 




El niño miraba como las dos cabritillas saltaban e intentaban subir por las paredes del bidón. Y cuando llegaban a su altura las acariciaba. Estuvimos un rato viendo sus juegos. Cuando el observador se sintió observado nos ofreció la mejor de sus sonrisas. El sol del atardecer bañó Tadjoura de una bonita luz dorada, pero la mirada brillante y la sonrisa del niño del bidón sería uno de nuestros mejores recuerdos de aquel pueblo costero de Djibouti.




© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

jueves, 2 de febrero de 2017

LA ISLA MOUCHA



Junto a la costa de Djibouti, estaba la pequeña Isla Moucha, a media hora en barca desde la capital. Era una agradable excursión de fin de semana para los escasos turistas y las familias francesas que residían allí. La infraestructura en la isla en la época que fuimos era cero. Ningún hotel ni ningún restaurante o bar. Tenías que llevar tus propias bebidas y víveres para pasar el día. 

Fuimos al Muelle de Pescadores que estaba muy ambientado. Algunos vendían pescado fresco, como dos grandes rayas. Otros compraban khat a horas tempranas, tal vez por ser viernes, día festivo. Contratamos una barca sencilla, sin toldillo, blanca por fuera y azul por dentro. El mar estaba azul y muy calmado, la superficie totalmente lisa. Hacía calor y agradecimos la brisa al navegar. Fue un trayecto corto, de media hora.



La Isla Moucha era una franja de arena dorada con algunos arbustos. El mar tenía tonos azul verdosos y era translúcido. Una buena zona para hacer buceo con tubo, aunque se conservaban pocos corales. No era de las playas más bonitas que habíamos visto pero tenía encanto. Había varias barcas ancladas que había llevado a familias francesas residentes a pasar el día o el fin de semana. Traían sus neveras y víveres, y hacían barbacoas de pescado. Los que se quedaban a dormir tenían tiendas y carpas con colchonetas, no había infraestructura. 



Nos instalamos en el pareo a la sombra de una roca que formaba una pequeña gruta. En seguida nos dimos un buen baño. El agua estaba deliciosa y tenía tonalidades verde esmeralda. Se veían los corales más oscuros. Curioseamos un poco por la isla, que tenía rincones bastante fotogénicos, y permanecimos en remojo como garbanzos casi todo el tiempo. En un cobertizo con mesa de picnic tomamos nuestros víveres, y tras el último baño regresamos al bote y a Djibouti. Aquellas eran las escapadas de fin de semana de los militares y familias francesas que residían en Yibuti. Nos imaginábamos su vida allí, no sería fácil, sobre todo en los meses de verano cuando la temperatura alcanzaba los 45º a la sombra (hasta 60º en ocasiones). Eso había hecho al país merecedor del sobrenombre de “el infierno”. Pero habíamos ido en una buena época, el invierno africano, con máximas de 30º y mínimas de 22º. Para nosotros Djibouti no fue ningún infierno; al contrario, disfrutamos de su gente y sus paisajes, el país tenía mucho que ofrecer.




© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

lunes, 1 de abril de 2013

PESCADORES DE MOZAMBIQUE





El pescador rebuscó entre las redes y cogió algo redondo con la mano. Tenía la piel tensa, rebozada en arena y su aspecto resultaba curioso. Era un pez globo. Habíamos visto alguno utilizado como lámpara colgante. Estábamos en Vilankulo, una población de la costa mozambiqueña, contemplando la llegada de las barcas de los pescadores. Eran pequeñas embarcaciones de madera y a vela, los tradicionales dhowns utilizados en aquella zona del Índico. También llevaban pértigas que les ayudaban a vadear el fondo y acercarse a la orilla.





Al acercarnos vimos como extendían la abundante captura de las redes en la arena: había peces rosados, amarillos, azules, cangrejos veteados de largas pinzas, y algún pez globo. Nos dijeron que salían a pescar cada día a las cuatro de la mañana y regresaban sobre las diez, cuando ya hacía más calor. Otras barcas pescaban al atardecer. Una vida sacrificada, como la de todos los pescadores, luchando contra los elementos. Es una de las profesiones que siempre admiraré. La parte final era el reparto de la captura entre los niños y mujeres que se habían acercado con sus palanganas metálicas o de plástico. Cada uno regresaría a su hogar recorriendo la playa de altas palmeras y transportando sus palanganas sobre la cabeza, como habían hecho durante siglos. Una escena ancestral.

 
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego
 
 
 

jueves, 1 de diciembre de 2011

LAS DUNAS DEL POLONIO




El dueño de nuestro pequeño hotel en Cabo Polonio se llamaba Alfredo. En nuestras charlas y en sus gestos demostró una cierta ironía con toques poéticos. Por ejemplo en una de las dunas frente al mar Atlántico habían colocado un viejo televisor plantado en la arena: un guiño uruguayo. El televisor se veía desde las hamacas del porche, mientras contemplábamos la puesta de sol. Creo que era la mejor programación posible.

La duna del televisor no era la única. En el pueblo estaba el complejo dunar más importante del sur americano, según leímos. Pero curiosamente sus 40km2 de extensión corrían alto riesgo de desaparecer por los planes de forestación que impedirían la libre movilidad de las dunas. Hasta para eso eran originales los pobladores del Polonio, no querían perder sus bellas dunas por verde vegetación.




Siguiendo la playa junto al mar encontramos las primeras dunas doradas. Eran onduladas, con suaves pendientes. Algunas tenían una altura considerable, llegar a la cima suponía convertirse en un puntito para el que esperaba abajo. Después de subir y bajar por unas cuantas dunas, seguimos caminando por la llamada Playa de la Calavera, hasta llegar al llamado Cerro Buena Vista, con grandes rocas de formas curiosas.
Lenguas de mar se adentraban en la arena empujadas por el viento, y se formaban olas constantes de crestas espumosas. Era una costa bastante salvaje. De regreso al acogedor hotel, nos tumbamos en las hamacas y contemplamos la puesta de sol junto al viejo televisor, todo un símbolo difícil de olvidar.



© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego