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domingo, 6 de noviembre de 2016

EL LAGO SONG KHÖL



Una furgoneta colectiva nos llevó desde Bishkek, la capital de Kirguistán, a Kochkor. El trayecto duró tres horas. Kochkor estaba a 1800 m. de altitud y se veía un pueblecito agradable de montaña, con casas de una planta. Tenía sólo 14.000 habitantes, según leímos. Allí contratamos un todoterreno hasta el Lago Song Khöl, nuestro objetivo, para dormir en una yurta de pastores nómadas.


Fuimos por pistas de tierra entre montañas. Algunas estaban tapizadas de verde y otras áridas, pura roca de tonos arenosos, entre picos nevados. Tuvimos la nieve a pocos pasos del coche. Tardamos dos horas en llegar a nuestro campamento de yurtas. Habíamos elegido Batai-Aral, el mayor asentamiento en el lago, por estar más cercano al agua.



El Lago Song Khöl estaba a 3000 m. de altitud. Aunque lucía el sol, el ambiente se notaba fresco y la temperatura fue descenciendo durante la tarde. Nos alojamos en un grupo de tres tiendas, una de ellas era de los anfitriones, otra la cocina y la tercera la nuestra. Era una familia con un niño y la abuela.


Dimos un paseo alrededor del lago. El color era azul claro y reflejaba las nubes y picos de las montañas de alrededor. La hierba del terreno formaba montículos esponjosos, y entre el verde había algunas florecillas lilas y rojas. También había boñigas de los caballos y el ganado. A lo lejos se veían rebaños de ovejas y caballos libres pastando. En una caseta encontramos un grupo de tres hombres que estaban esquilando ovejas con unas tijeras grandes. Las sujetaban con sus rodillas o con el cuerpo y recortaban la lana espesa y áspera. Parecía mentira que luego pudiera transformarse en lana suave. Y era increíble la cantidad de lana que se obtenía de una sola oveja.




Por la noche refrescó bastante, la temperatura bajó a unos 5º y el aire era helado. Cenamos en la yurta de la familia. El hombre había encendido la estufa de carbón, cuya chimenea salía por un agujero en el techo de la tienda. La estancia estaba cálida y colorida con los edredones y mantas doblados y amontonados, y el suelo alfombrado. Había luz eléctrica que obtenían de una pequeña placa solar y un generador. La cena fue excelente: sopa de carne, patata y zanahoria, y trucha fresca del lago con ensalada, acompañado de té calentito. Y de postre dátiles y otros frutos secos, galletas y bombones que compartimos con el niño de la familia.




A la mañana siguiente el día amaneció soleado y con un cielo azul limpio con nubes blancas algodonosas. Dimos un paseo a caballo sin guía, contemplando el paisaje. Mi caballo era un poco rebelde y se paraba constantemente a comer hierba, echar una meadita o echar unas cuantas boñigas. Aunque tiraba de las riendas, lo espoleaba y le animaba diciendo “Shu, shu”, como nos habían indicado, no había manera de que me obedeciera y dejé que eligiera él el camino. Vimos niños galopando sus caballos, ellos sí sabían dominarlos desde pequeños y montaban y trotaban con naturalidad, como habíamos visto en Mongolia. Aquella fue nuestra despedida del Lago Song Khól.





© Copyright 2016 Nuria Millet Gallego

jueves, 9 de agosto de 2012

LAS GERS Y LAS ESTRELLAS



 
En Mongolia dormimos varias noches en las gers, las tiendas nómadas tradicionales. Una de ellas en el desierto de Gobi, frente a las dunas. Nuestra ger tenía una puerta de madera naranja con dibujos geométricos tradicionales y cuatro camas con edredones, imprescindibles para el frío nocturno. La abuela, la madre y dos hijos nos recibieron en su propia tienda. El padre se fue a dar una vuelta en moto. La abuela tenía la piel tostada y curtida, completamente surcada por arrugas. La madre nos sirvió airag, la leche de yegua fermentada, que habíamos probado en Festival Naadam. También nos ofreció un bol grande con dulces, queso blanco y grumos amarillos de requesón endurecidos. Probé un poquito de todo, para agradecer su hospitalidad. Los niños nos miraban, sonreían y observaban atentamente nuestros gestos.




Lo interesante era estar en la tienda en la que vivían y ver todos los detalles del interior. El mobiliario era mínimo, una mesa central, junto a la estufa, y tan sólo una silla para la abuela. El suelo estaba cubierto por piezas diferentes de hules y alguna alfombra. Alrededor, en pequeñas estanterías se acumulaban objetos de cocina cotidianos: cacerolas, tazas, teteras, platos y termos de  plástico de fabricación china.

 
Decían que se tardaba dos horas en montar o desmontar una tienda, pero parecía complicado trasladar todos aquellos enseres. Según la costumbre los hombres se sentaron a la izquierda y las mujeres nos situamos a la derecha. En la parte central mirando hacia la puerta estaba el lugar de honor y el altar.
La estufa de leña estaba encendida, tenían abierto el orificio del techo de la tienda y entraban los rayos de sol calentando la estancia. Por ese mismo orificio por la noche pudimos ver las estrellas del firmamento. Nunca habíamos dormido en un hotel con más estrellas.
 
© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego