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jueves, 19 de septiembre de 2013

EL LABERINTO DE CUEVAS




La montaña estaba agujereada como un queso de gruyere. Vardzia fue una ciudad-cueva construida en el s. XII por el rey Giorgi III, y su hija la reina Tamar estableció allí un Monasterio. Llegó a tener trece pisos subterráneos y vivían 2000 monjes. Tenía 119 cuevas con 409 habitaciones, 13 iglesias y 25 bodegas de vino. Un terremoto en 1283 destruyó varias cuevas, y luego vinieron las sucesivas olas de invasores.

Era un laberinto de cuevas a distintos niveles, conectadas por escaleras de piedra y pasarelas. El interior de las cuevas no era demasiado grande. Los frescos de las paredes apenas se conservaban, pero si habían quedado numerosos nichos y hornacinas. En alguno de ellos los visitantes o los monjes habían dejado velas encendidas, que ennegrecían la piedra. También encontramos nidos de aves.


 
 
Pasamos por una galería subterránea de escalones y techos bajos y llegamos a una iglesia en el centro de la montaña. Era la Iglesia de la Asunción, con un pórtico con dos arcos de los que colgaban tres campanas. Un monje barbado abrió con su llave el portón de madera de la Iglesia. En ella se conservaban unos bonitos frescos murales y encontramos lo habitual en las iglesias ortodoxas: el altar cerrado, iconos, palmatorias de bronce, incensarios colgantes, libros…


 
Quise preguntarle al monje cuantos religiosos vivían en el Monasterio y le dije si hablaba inglés. Me contestó que no, pero cuando más tarde le pregunté el precio de unas velas me entendió perfectamente, y mirándome con cierta sorna me dijo claramente el precio en inglés.
Luego nos enteramos de que sólo vivían cinco monjes allí. Nos lo contó una monja joven a quien compramos un yogur cremoso muy rico elaborado por las monjas de otro monasterio cercano. Ellas tenían un huerto, cultivaban flores, y criaban truchas. Las monjas vivían tranquilas en aquel recinto repleto de flores, y eran más conversadoras, aun habiendo elegido aquella vida de retiro y aislamiento.



 
© Copyright 2014 Nuria Millet Gallego



sábado, 13 de agosto de 2011

LAS ISLAS SOLOVETSKY




Cerca del Círculo Polar Ártico, en el Mar Blanco, están las islas Solovetsky, también llamadas Solovki, y consideradas Patrimonio de la Humanidad desde 1992. Llegamos en barco desde Rabocheostrovk, abreviado Rabo por los locales. El trayecto duró dos horas y fuimos acompañados por grupos de gaviotas.

Eran seis islas principales con más de 500 lagos. Desembarcamos en la isla más grande, la Bolshoy Solovetsky, y desde el agua ya se veía la silueta del misterioso y evocador Monasterio.






Encontramos una procesión de gente con varios sacerdotes ortodoxos barbados. Algunos de los sacerdotes vestían de negro con altos sombreros y otros, de mayor rango, con ricas vestiduras verde y oro. Las mujeres llevaban todas pañoletas en la cabeza, anudadas bajo la barbilla.

Los sacerdotes portaban varias cruces, rodearon el Monasterio y en la entrada rezaron, cantaron y esparcieron agua sagrada con cierto jolgorio entre las mujeres y niños. Otro sacerdote llevaba un botafumeiro que impregnaba el aire con olor a incienso. Entramos todos en la Iglesia de la Transfiguración. La pared del altar estaba enteramente cubierta de iconos. Oficiaron la misa, y dos sacerdotes orondos con barbas canosas ofrecieron las cruces de oro para todos los que quisieran besarlas.





La isla había sido uno de los campos de concentración más crueles de la antigua URSS, en la época de Stalin. Vimos una exposición sobre el Gulag con fotografías de los presos en blanco y negro. Aunque los textos eran sólo en ruso, las imágenes eran expresivas por sí solas. Hacía años que leí “Archipiélago Gulag” de Solzhenitsin y sabía de los abusos y torturas que se cometieron entre aquellos muros. Él lo describió como un lugar tan lejano para que “un grito nunca fuera oído”. Cuando oí los chillidos de las gaviotas no pude evitar sobrecogerme. Todos los lugares bellos encierran algo trágico.




Rodeamos el perímetro del Monasterio, observando como cambiaba la perspectiva de sus múltiples cúpulas de cebolla. Tenía seis grandes torres con tejadillos cónicos. Las cruces de las torres y de cada cúpula se reflejaban con perfecta simetría en las aguas del lago. Al atardecer todo el entorno del monasterio se tiñó de tonos rojizos, y en aquel momento me pareció increíble que un lugar tan bello hubiera sido un campo de concentración durante tantos años.


© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego






martes, 9 de agosto de 2011

LAS IGLESIAS DE KIZHI

 

 
 
 

Desde Petrozavodks cogimos un hidroplano hasta la isla de Kizhi, en las orillas del lago Onega. El hidroplano levantaba el morro sobre una especie de patas al coger velocidad y parecía un extraño insecto. El trayecto duró una hora y media.

Kizhi era una estrecha franja formada por 6km. de verdes prados ondulados, y con sólo 370 habitantes. Desde el agua vimos la silueta de la Iglesia de la Transfiguración, construida en 1714, con sus 22 cúpulas de madera, y considerada Patrimonio de la Humanidad. Era un entramado de piezas de madera sin ningún clavo en su estructura, como algunas iglesias tradicionales de Polonia y otros países del este. No se podía entrar porque estaba empezando a inclinarse y estaba apuntalada por un andamio de acero. Era una preciosidad de iglesia, con una simetría especial y muy original.



 

Junto a ella estaba la Iglesia de la Intercesión, finalizada en 1764. Tenía nueve cúpulas y conservaba una colección de iconos ortodoxos de los s.XVI-XVII. Tres monjes con largas vestiduras negras cantaron a capela ante el altar, transportándonos a otros tiempos.

En la isla también había un viejo molino de viento y visitamos las casas museo típicas de la región de la Karelia, con mobiliario antiguo y muy acogedoras, sobre todo las zonas junto al fuego de las cocinas. Aunque con todas las grietas de las maderas no costaba imagina la dureza de los inviernos nevados en las viviendas. En los graneros guardaban trineos para la nieve y todo tipo de utensilios agrícolas de labranza: arados, correas, azadones…


 
 


Algunos habitantes de Kizhi recreaban la vida en las aldeas ejerciendo su oficio de carpinteros, tocando campanas, tejiendo en los telares….Las mujeres llevaban pañuelos en la cabeza atados al cuello, como antaño. En la actualidad las rusas también se colocaban pañuelos en la cabeza al entrar en las iglesias, como símbolo de tradición y  respeto.

Las casas estaban esparcidas entre prados verdes con florecillas, y caminábamos por los senderos porque nos habían advertido al llegar a la Reserva de que había muchas serpientes, aunque no tuvimos ningún encuentro indeseado con ninguno de esos ejemplares.

 

© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego


jueves, 31 de mayo de 2007

BULGARIA: UNA NOCHE EN EL MONASTERIO DE RILA


 
La primera noche en Bulgaria la pasamos en el impresionante Monasterio de Rila. Un autobús nos había llevado desde Sofía, la capital, a Blageovgrov. Allí cogimos un taxi hasta el monasterio. El trayecto duró dos horas, atravesando verdes montañas con niebla en las cimas. En alguna de las cumbres vimos nieve. Nos recibieron unos monjes ortodoxos, totalmente vestidos de negro, con faldones largos y un birrete en la cabeza. En el monasterio había trescientas celdas para monjes e invitados. Y éramos los únicos viajeros que nos alojamos en una de ellas. Espartana es el adjetivo más adecuado para describir la sencilla celda, con dos camas, una mesa, un armario y lavabo. Pero con las mejores vistas a las montañas y las cúpulas de la Iglesia de la Natividad.




Por la noche iluminaron los pasillos con arcos donde estaban las celdas. Lo único que rompía el silencio era la fuerte corriente de agua del río cercano. En el mes de mayo dormimos con pijama y dos mantas; se notaba que estábamos a 1.147m. de altura.
El Monasterio de Rila tenía cinco pisos y era un gran conjunto de cúpulas, claustros, arcos, balcones porticados y un  laberinto de escalinatas. Era del s.X, reconstruido en los s.XIII-XIV y completado en el s.XIX. Todo en piedra y madera. Se merecía la categoría de Patrimonio de la Humanidad.



A las 6.30h. estábamos en la Iglesia del monasterio escuchando los cánticos de los monjes. Impresionaba su atuendo negro y el revoloteo de sus faldas cuando se movían. Había un grupo de monjes, una pareja de ancianos cuidadores, un monaguillo joven y nosotros. Uno de los monjes tenía una melena leonina rizada y canosa, y larga barba. La anciana encendía las velas de los altos candelabros, y barría los alrededores, arrancando los trozos de cera del suelo. La Iglesia estaba repleta de coloridos iconos y pinturas murales. Durante la oración los monjes retiraron un manto y apareció un ataúd de madera que abrieron con llave. Todos se fueron acercando uno a uno, santiguándose ante la tumba., Luego la cerraron, lo cubrieron con el manto y continuaron con sus cánticos. A saber qué reliquias guardarían ahí. Procuramos ser discretos y permanecimos sentados en las sillas del coro. Y desde aquellos asientos centenarios contemplamos aquella escena repetida en el tiempo desde tiempos inmemoriales.




 
© Copyright 2007 Nuria Millet Gallego

sábado, 26 de mayo de 2007

PLOVDIV

El Anfiteatro Romano estaba sobre una colina en Plovdiv. Había sido construido en tiempos del Emperador Trajano, en el s. II d.C. Tenía capacidad para unos 6000 espectadores, y celebraban representaciones y conciertos en mayo y junio. Tras el escenario se erigían varias estructuras con columnas y un par de estatuas, una de ellas decapitada. Nos sentamos en los escalones de mármol a la sombra, pues hacía mucho calor. 


Recorrimos las calles empedradas admirando las casas restauradas, pintadas de colores rojizos y ocres. Visitamos la casa de un rico mercader del s. XIX. La fachada estaba pintada de color granate, con ventanas de madera oscura. Las habitaciones eran muy espaciosas y repletas de mobiliario, para recibir muchos invitados. Otras csaas museo eran la Casa Indiana y la Casa Danov, que estaban cerradas.



Las ventanas estaban decoradas con adornos de escayola. En las paredes medianeras había murales pintados y encontramos muestras de arte callejero originales. Era una ciudad con encanto, llena de vida. Cenamos en una terraza de un patio ajardinado, entre flores, escuchando en directo música de piano y violín. 




Paseando por la calle Saborma encontramos la antigua Farmacia (Apoteka), que era un auténtico museo que reproducía el aspecto de una farmacia del s. XIX. Los tarros de cerámica estaban alineados en los estantes, y los cajones de madera rotulados en la parte inferior de la pared.




Desde Plovdiv visitamos el Monasterio Bachkovo, el segundo mayor de Bulgaria, después del Monasterio de Rila. Fue fundado en 1083, y reconstruido en el s. XVII. Vimos iconos, pinturas murales y deambulamos por el monasterio.

En el centro del patio estaba la Iglesia Sveta Bogoroditsa, de 1604. Los monjes ortodoxos vestían las largas túnicas negras, encendían velas y las colocaban en las mesas. Uno de los monjes tenía una melena leonina, rizada y canosa, y larga barba, con aspecto bohemio. Los cuidadores quitaban von rasquetas la cera de los suelos de mármol. Un grupo de  seis monjes iniciaron la oración cantando. Estuvimos un rato escuchándolos.