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jueves, 13 de febrero de 2020

LOS HAITISES Y CAYO LEVANTADO

Desde Samaná cogimos una barca para visitar el Parque Nacional Los Haitises. Estaba formado por decenas de peñascos rocosos en el mar cubiertos de vegetación, eran islotes entre manglares y humedales costeros. Los montículos se formaron hacía dos millones de años. La zona era lluviosa y tenía vegetación subtropical con 700 especies de flora y plantas como bambús y bromelias. El nombre “Haitises” significaba “tierra de montañas” o “tierra alta” en lengua taina. 


 

Navegamos entre los manglares de tres tipos: rojos, negros y blancos. Los indios tainos utilizaban los pigmentos de los manglares para dibujar sus pictogramas. Los manglares formaban un laberinto de ramas enlazadas que buscaban el agua. Las raíces aéreas eran como dedos que se hundían en las verdes aguas. Pegados a las ramas había conchas de moluscos, y cangrejos correteando.



El Parque tenía varias cuevas calizas en las que durante siglos los indios tainos vivieron en paz. Tenían petroglifos y pictogramas de escenas de caza, ballenas y otros animales. La Cueva del Ferrocarril se llamaba así por un ferrocarril que se construyó para transportar las mercancías que llegaban en los barcos a los pueblos del interior. Pero hacía mucho que había desaparecido. Tenía una gran entrada y un interior oscuro con formaciones de estalactitas y murciélagos. mu



La Cueva de Arena tenía grandes oquedades que dejaban ver el mar y la hojarasca verde del bosque tropical. Había pasarelas de madera que comunicaban varias entradas. En una de las entradas había guardianes divinos grabados en la piedra.



En los postes de un viejo muelle destruido vimos pelícanos, gaviotas y otras aves blancas volando sobre los verdes montículos. Había 100 especies de aves en el parque. Tras las cuevas vimos la bonita playa Punta Arenas con un gran palmeral y sin gente.



Seguimos navegando hasta Cayo Levantado, con una playa de arena blanca y muchas palmeras cocoteras. El mar tenía un color azul intenso con franjas verdosas. Una playa de ensueño. Nos bañamos y buceamos en un extremo frente a dos rocas triangulares en el mar. Comimos en la isla, pescado asado con ensalada, arroz con tostones y gandulas, las habichuelas rojas. Delicioso.












martes, 2 de diciembre de 2014

RESERVA INDIO MAÍZ

 

 
La entrada estaba custodiada por un puesto militar. Paramos y apuntamos nuestros nombres en el registro. Para llegar a la Reserva Biológica Indio Maíz había que coger una barca por el río San Juan. La reserva debía su nombre a los ríos Indio y río Maíz.
Emprendimos la caminata por la selva, pisando hojarasca y raíces entrelazadas; había tramos pantanosos y con lodo. Nuestro guía se llamaba Darwin, como el naturalista. Nos contó que su padre eligió el nombre en recuerdo de un amigo profesor, de los que iban en brigadas educativas itinerantes a enseñar a los pueblos. El profesor falleció en un barco en uno de los traslados. Darwin resultó ser un guía excelente, nos mostró plantas trepadoras que adherían sus hojas al tronco, como si fuera un tatuaje. Las lianas estranguladoras abrazaban los troncos de los árboles, en su afán por ascender en la selva buscando la luz. Se veían troncos trenzados y eran las lianas robustecidas, que habían exterminado a su árbol parasitado.





La zona se llamaba Aguas Frescas, pero hacía un calor húmedo tropical y teníamos la sensación de estar en una sauna. Los altos troncos de los árboles se elevaban buscando la luz solar. Había ceibas, palmeras, cedros y árboles del caucho. En Nicaragua había dejado de producirse caucho, aunque vimos las antiguas cicatrices en la corteza para extraer la savia blanca gomosa. En Brasil todavía existían las plantaciones de caucho, en las que habían trabajado duramente los esclavos en el pasado.

En el terreno había arañas, hormigas cortadoras de hojas, transportando sus trocitos verdes laboriosamente; termitas en nidos porosos de tierra; y la famosa “hormiga bala”. La hormiga bala debía su nombre a que si te picaba inyectándote el ácido fórmico, el dolor era parecido al recibir un proyectil de bala. Tenía tres cuerpos globulosos y medía unos dos centímetros, te clavaba sus mandíbulas y…Nos alegramos de habernos puesto botas con calcetines.


 
También había otras muestras de vida más amables, como una flor rojo intenso llamada por los nicas “labios de mujer” o “beso de mujer” o “labios de payaso”, al gusto. O la bonita mariposa Morpho, negra y azul eléctrico, que tenía en sus alas escamas que repelían el polvo. La simpática rana “Bluejeans” era roja y con las patas azules, como si llevara puestos unos pantalones tejanos. Más tarde supimos que los indios extraían de esas ranitas veneno para impregnar sus flechas. La caminata por la selva y la compañía y explicaciones de Darwin fue uno de nuestras mejores experiencias en Nicaragua.




© Copyright 2014 Nuria Millet Gallego

domingo, 13 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DE LAS MISIONES



Las utopías existen. Y de algunas quedan ruinas. El establecimiento de las Misiones Jesuíticas en Argentina, Brasil y Paraguay a principios del s.XVII fue una de esas utopías. Es apasionante leer el origen y la historia de las misiones. Se fundaron como un experimento civilizador socio-religioso que recreaba el mito del buen salvaje de Rousseau.
Todas seguían el mismo modelo: se accedía por una gran puerta e piedra labrada y tenían una gran plaza, una Iglesia, las viviendas de los indios guaraníes y de los jesuitas, el colegio, los talleres, el cotiguazú (o casa de las viudas) y el huerto. Los hombres hacían los trabajos rurales, de carpintería, herrería, arte y artesanías. Las mujeres cuidaban a los niños, hilaban, tejían y realizaban las tareas domésticas. Todos participaban en trabajos artísticos y religiosos.



Los indios ganaban seguridad, tenían su supervivencia asegurada y se les permitía hablar su lengua y mantener sus costumbres. A cambio, perdían libertad, convivían con tribus distintas y se les prohibieron costumbres como la poligamia y el canibalismo.
El experimento funcionó más de 150 años, fueron misiones prósperas y generadoras de arte, hasta la expulsión de los jesuitas por el rey Carlos III en 1768. Antes de ese final también sufrieron los ataques de los bandeirantes o mamelucos, los cazadores de esclavos brasileños, que capturaban a los indios guaraníes.



Tuve la oportunidad de conocer cuatro de esas reducciones: Trinidad y Jesús de Taravangüé en Paraguay, y San Ignacio de Miní y Santa Ana en Argentina. Eran muy extensas, de piedra roja labrada. Se veían arcos y columnas con pedestales trabajados y ventanas abiertas a la selva. En algunas las raíces de higueras gigantes crecían incrustadas entre las piedras centenarias, como en los templos camboyanos de Angkor. Y aunque sabía que podían ser destructoras, eso embellecía las ruinas y las hacía más salvajes.
Fueron destruidas y saqueadas por invasiones portuguesas y paraguayas. Pero quedó su historia, para todos aquellos a quienes nos gusta escuchar el pasado y aprender de él.



 © Copyright 2012 Nuria Millet Gallego