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martes, 16 de enero de 2018

ZOCOS DE OMÁN



Me fascinan los zocos de los países árabes. Se puede encontrar todo lo imaginable y lo que escapa a la imaginación. Son abigarrados, repletos de olores, colores, objetos y estímulos para los sentidos. Lugares donde perderse, dejarse llevar y saciar la curiosidad.

En Omán había zocos enteros dedicados al oro y las joyas de plata labrada; otras secciones exhibían infinidad de cajas de madera tallada o de plata con adornos de ámbar, incensarios, cerámicas, monedas antiguas, lámparas hechas con pequeños mosaicos de vidrio de colores, telas, y todo tipo de artesanía. El zoco (souq) de Mutrah en Mascate, la capital omaní, tenía una cúpula con vidrios de colores, que filtraban la luz.






Las tiendas de los sastres, ocupados con sus máquinas de coser, eran un espectáculo de color. Los trajes largos con adornos de pedrería contrastaban con las abayas negras que vestían la mayoría de mujeres omanís. La religión de los omaníes era un islamismo de la rama Ibadi, más relajado y tolerante. Imaginamos que aquellos vestidos los debían vestir por debajo, en la intimidad de sus casas, o en bodas y otras celebraciones. Sólo las mujeres beduinas o las de origen indio solían llevar vestidos estampados de colores en público.


También había tiendas de perfumes y maquillajes que realzaban la mirada de las mujeres bajo sus máscaras. Otra curiosidad eran los candados con forma de camello o de tortugas como las que desovan en la playa de la Reserva Ras Al Jinz.




En el mercado de Ibra, donde vendedoras y compradoras eran mujeres, los puestos ofrecían gran variedad de telas estampadas coloridas. También vendían una especie de puños con cenefas de hilo dorado, tal vez para adornar la negrura de las túnicas.



Las dagas curvas llamadas khanjar con adornos de plata son tradicionales en Omán. Eran similares a las dagas yemenís. Los hombres las llevaban sujetas al cinto de su túnica blanca llamada dishdasha, como símbolo de identidad, que realzaba su elegancia y su presencia. 



© Copyright 2018 Nuria Millet Gallego



viernes, 20 de enero de 2017

DJIBOUTI, LA LLEGADA



Djibouti en árabe o Yibuti en francés. Los dos nombres resultaban sugerentes y desconocidos. Djibouti era uno de los países más pequeños del mundo, ubicado en el Cuerno de África, con costas bañadas por el Mar Rojo, de un tamaño aproximado a la provincia de Badajoz. Un país peculiar, sin superficie de tierra arable, con desierto, tierras de pastoreo y nómadas, paisaje y clima desérticos con temperaturas medias de 30º.

Fue antigua colonia francesa hasta que alcanzó su independencia en 1977. Pero quedaban muchas huellas de la época colonial, entre ellas la arquitectura de la capital, el sistema educativo, la moneda (el franco, abreviado DJF) y la presencia de legionarios y funcionarios franceses que residían allí con sus familias.



La capital, del mismo nombre que el país, nos sorprendió agradablemente. Diferenciaban el barrio europeo y el barrio africano. La arquitectura colonial del barrio europeo nos gustó. Eran casas de dos plantas, con porches y arcadas moriscas. La mayoría estaban pintadas de blanco o amarillo claro. Las mujeres con sus coloridos vestidos largos y pañuelos estampados envolventes añadían color a las calles de ambos barrios.



La Mezquita Hamoudi estaba junto al mercado, con una gran torre abombada con dos balconadas de madera verde claro rodeándola. No era un minarete habitual para las mezquitas árabes. Los puestos del mercado tenían gran colorido, con la variedad de estampados que exhibían las tenderas y compradoras. Ofrecían sandías, berenjenas, tomates, plátanos, cebollas, pescados y carnes con moscas revoloteando…Algunos nos saludaban con un “Bon jour”, pero pasábamos bastante desapercibidos y no nos agobiaban ni intentaban vender nada. Las mujeres musulmanas, en general, no querían ser fotografiadas y lo respetamos. Sonreían cuando les decía que eran “tre jolie”. Me gustó especialmente la zona de los sastres con sus viejas máquinas de coser en la calle y la entrada de sus talleres adornada con telas coloridas colgantes.






El barrio africano era más anárquico, con calles de barro sin asfaltar y casas más sencillas, con presencia de uralita. Había puestos callejeros de venta de khat, la hierba etíope estimulante que masticaban y les quitaba el sueño y el apetito. Se veían hombres masticando con una bola que les inflaba la mejilla. Leímos que era un estimulante parecido a la anfetamina, aunque cinco veces más suave. El khat no era autóctono de Djibouti. Un avión transportaba diariamente varias toneladas de hierba desde Etiopía, el principal productor.


Quisimos acercarnos al Puerto para conocerlo y pasear, pero el acceso no parecía fácil. Pasamos por el Puerto Internacional, de carga, con grúas y contenedores. La Corniche nos decepcionó porque aunque estaba junto al mar era desolada, había algunos restaurantes, pero nada especial; sin apenas árboles y junto a la carretera, no nos pareció un buen lugar para pasear, sólo había coches. Otro día visitaríamos el Muelle de Pescadores, más interesante, con barcas de colores y venta de pescado. Vimos la Iglesia Ortodoxa Etíope con cúpula redonda, y la Catedral, de construcción moderna. La vieja Estación de Ferrocarril, en desuso y abandonada, hablaba de otros tiempos de esplendor.

Al atardecer nos sentamos bajo los porches de una tetería céntrica, y contemplamos el paso de la gente. Sólo los hombres estaban sentados en las terrazas; las mujeres iban y venían a sus quehaceres. Los hombres llevaban ropa occidental y algunos camisolas largas o camisa y falda larga cruzada que llamaban futá. Algunas mujeres parecían estudiantes, con sus mochilas bajo los largos vestidos combinados con pañuelos. Estuvimos en la tetería hasta que oscureció. Nuestro viaje acababa de empezar.


© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

sábado, 11 de mayo de 2013

LOS COMERCIOS DE LILONGWE

 

 
 
Siempre me han gustado los mercados africanos. En Lilongwe, la capital de Malawi, encontramos atractivos mercados, llenos de color y de vida.
Lilongwe era una ciudad un tanto extraña. Lo más parecido a un centro era el casco antiguo, alrededor del mercado y la mezquita, la que llamaban Old Town. El resto era una ciudad dispersa y discontinua, con muchos solares sin construcciones, donde crecía la vegetación libremente.





El mercado estaba muy ambientado, sobre todo la zona de pescado seco, con sus montoncitos dispuestos simétricamente. Entre ellos encontramos langostas fritas y crujientes, un aperitivo original. Lo demás eran tiendecillas dispuestas de forma laberíntica, con estrechos pasillos, que ofrecían todo tipo de productos. Había muchos puestos de artículos de higiene y cremas hidratantes. La zona de los sastres era una de las más laboriosa y animada. Trabajaban entre telas multicolores, junto a sus máquinas de coser Singer y de marcas chinas.


 
Los carteles anunciadores de algunas tiendas eran bastante ilustrativos y de carácter inequívoco. Me gustaban los dibujos un tanto ingenuos en las fachadas exteriores. Podías encontrar tiendas de venta de chancletas coloridas, de productos domésticos, de móviles, o de extensiones de pelo para adornar los peinados de las bonitas mujeres de Malawi.
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego