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miércoles, 3 de septiembre de 1997

LAS ALDEAS KALINGA


Desde Bontoc, al norte de la isla de Luzón, hicimos un trekking de dos días visitando cuatro aldeas kalinga: Ambato, Tungla Lupluga y Butbut. Francis fue nuestro guía. El sendero pasaba por terrazas de arroz escalonadas, con búfalos de agua y algunos campesinos trabajando en sus campos. Cruzamos el río dos veces por puentes colgantes. 

Los pueblos nos gustaron y encontramos a la gente haciendo sus tareas cotidianas: moliendo el grano en el mortero, poniendo a secar al sol el arroz y el chili en esteras, cocinando, transportando cestas, lavando, haciendo la siesta o hablando entre vecinos. La gente nos preguntaba de dónde éramos, la edad, profesión y sobre nuestra familia. También querían saciar su curiosidad.


Nos presentaron a varios ancianos que habían sido antiguos cazadores de cabezas: eso les daba derecho a tatuarse los brazos y el torso con un tipo especial de tatuaje. La decapitación de los enemigos capturados fue un rito ancestral que se extinguió.

 Las mujeres kalinga también tenían los brazos tatuados. Nos dijeron que se tardaba un día en tatuar cada brazo. Al preguntarles qué edad tenían, algunos ni lo sabían. Otros nos dijeron 85 o 90 años. Tenían los ojillos brillantes y la piel surcada por el tiempo. 



           

Hombres y mujeres fumaban en pipa y cigarrillos liados. Las casas Kalinga estaban construidas sobre el suelo, con troncos de madera, a diferencia de las de los Ifugao construidas sobre pilotes. Eran sencillas y no tenían electricidad. Los niños alborotaban alrededor. 

Las casas de Butbut eran más antiguas que las de otros pueblos, todas de madera con tejados de cáñamo y no se veían las feas uralitas. Vimos el arroz secándose al sol y alguna mazorca de maíz colgada del techo, los cerdos y gallinas deambulaban por la aldea. Nos metimos en las cocinas entre los fogones y estrechamos la mano de todo el mundo.

           



Encontramos gente que bajaba del pueblo al mercado. Algunas mujeres portaban cestos a la espalda, sujetando el asa en la frente. Butbut fue el último pueblo Kalinga que visitamos. Como en casi todos los pueblos había ancianas muy arrugaditas, con los pechos desnudos y con el pelo canoso largo. Una de ellas llevaba como diadema una piel de serpiente disecada





Francis nos llevó a una catarata que caía con fuerza. Nos bañamos en la piscina natural que formaba. Era como un jacuzzi y sentías la fuerza de la corriente en las piernas.  Fue un baño refrescante y delicioso. 

Nos despedimos de aquel pueblo perdido en las montañas, al que solo podía llegarse por el camino ascendente. Ya abajo cogimos el jeepney de regreso a Bontoc.


          


Viaje y fotos realizados en 1997

viernes, 8 de enero de 1993

LAS ALDEAS DE MUJERES JIRAFA


Desde Chiang Mai fui a Mae  Hong So en autobús, un largo trayecto. Mae Hong So era una pequeña población cerca de la frontera birmana. Hasta allí habían llegado los Padaung, una minoría étnica birmana, huyendo de los conflictos en Myanmar en la década de los 90. 

Allí conocí a Nam, que me acompañó en moto a conocer las aldeas de las Padaung, llamadas "long necks", cuellos largos o mujeres jirafa. Partimos a primera hora y todo estaba envuelto en una niebla espesa y baja. Nos internamos en la jungla boscosa del llamado Triángulo del Oro. Fuimos por pistas de tierra roja bordeadas de vegetación. Atravesamos un puente colgante y los tablones de madera se movieron con estrépito.



Llegamos a la aldea y una mujer me hizo anotar mi nombre y nacionalidad en un libro y hacer entrega de un donativo. Un hombre armado protegía el lugar. La aldea era pequeña, de unas cincuenta personas, la mayoría mujeres, y algunos niños. Tenía sencillas cabañas de cañizo. En alguna de ellas cocinaban con el fuego encendido. 

Algunas mujeres estaban sentadas junto a tejidos de colores intensos, colgados en cordeles y elaborados por ellas. Unas amamantaban a sus bebés o elaboraban esteras y cestos. Otras acarreaban haces de leña en una cesta cargada a la espalda, cogida por una cinta en la frente. Unas trajinaban entre sus cacharros, y otras simplemente me miraban. 

Alguna mujer de las más mayores llevaba unos treinta aros de latón dorado en el cuello. Nam me dijo que podían llegar a los treinta y cinco aros. Había niñas de seis y ocho años de edad con nueve aros en el cuello. No esperaba encontrar tantos niños pequeños con aros, creía que era una práctica a extinguir. 

Había leído lo molestos que podían llegar a ser con el calor y la humedad, que podían oxidarse con el sudor y causar llagas y heridas en la piel. Debían limpiarlos cada día, pasando un trapo seco entre los aros, y obligaban a que sus portadoras durmieran apoyadas en una especie de cubilete de madera que les levantaba la cabeza. Sabía que si se quitaban los aros, los músculos no aguantaban el cuello y se desnucaban, era su sentencia de muerte. 



Llevaban también cuatro o cinco aros rodeando la pierna, bajo las rodillas, y en ambas muñecas. Alguna tenía la cara llena de polvos de arroz para blanquear la tez, como signo de belleza. Las más mayores tenían la piel apergaminada y la dentadura totalmente roja por mascar la nuez de betel.

Me senté junto a ellas y me quedé hipnotizada mirándolas, intentando una comunicación básica. La única extranjera en aquella aldea era yo. Para poder mirarme ellas, si estaban sentadas al lado, casi tenían que girar todo el cuerpo, ya que el cuello no tenía libertad de movimientos, estaba preso en aquellos aros. Para aquellas mujeres los aros eran un ornamento que las embellecía y una tradición. Pero pagaban un alto precio por ello. Me pregunté por cuánto tiempo.




Viaje y fotos realizados en 1993