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martes, 29 de octubre de 1991

LA MANO DE FÁTIMA

 

En la ruta por Mali quisimos ver la formación rocosa llamada Mano de Fátima, a pocos kilómetros de la población de Hombori. Era imponente y anaranjada, en medio del paisaje del Sahel, con picos como dedos elevándose hacia el cielo. Llegamos al atardecer y montamos el campamento con las mosquiteras a los pies de la Mano de Fátima.

La Mano de Fátima, que daba nombre a la formación rocosa, era un símbolo de protección y buena suerte  en varias culturas de África del Norte y Medio Oriente. La pared de escalada tenía 625m de altura, pero nosotros solo pretendíamos caminar Al día siguiente subimos hasta la hendidura central de la montaña. Contemplamos el paisaje anaranjado del Sahel, vimos un pequeño poblado y volvimos a bajar rodeando la mano, mientras el sol nos castigaba.


En los alrededores había algunos poblados de la etnia Peul, también llamados Fulani, el pueblo nómada y pastoril más grande del mundo. También habitaban en Guinea, Camerún, Senegal, Níger, Burkina Faso, Benín, Mauritania, Sierra Leona, Togo y Chad. Las mujeres peul tenían tatuajes faciales característicos y algunas escarificaciones.





El entorno era el paisaje del Sahel, muy árido. Tenían chozas bajas y subsistían con pequeños rebaños de ovejas y cabras, y muchas carencias. Otros poblados tenían ganado vacuno, aunque no los vimos. Al llegar a uno de los poblados nos ofrecieron leche en el cuenco de una calabaza. Flotaban varias moscas en la superficie del cuenco y el anfitrión las retiró cuidadosamente con su mano. Nosotros les ofrecimos carne en lata. Fueron muy amables y generosos con nosotros, y nos dejaron entrar sus viviendas y conocer su forma de vida.


Viaje y fotos realizadas en 1991

miércoles, 23 de octubre de 1991

EL PAÍS DOGON

Desde Mopti fuimos al País Dogon. El pueblo Dogón era un grupo étnico de la región central de Mali, cerca de la ciudad de Bandiagara. Conservaban su cultura y tradiciones ancestrales. La primera sensación que tuvimos fue de irrealidad, porque eran pueblos de adobe apiñados, colgados de los acantilados, construidos sobre rocas escarpadas. Nos alojamos en el poblado de Sangha. 

La zona se llamaba la Falaise de Bandiagara, y había unos diez pueblos en la parte alta del acantilado, y unos cuarenta pueblos en la llanura. El acantilado de Bandiagara era Patrimonio de la Humanidad.




Los ancianos eran muy respetados en la cultura dogon, se les atribuía sabiduría. El anciano más sabio, llamado Hogon, era el jefe del poblado, un líder espiritual y político. Decían que era tradición que el jefe ofreciera una bolsa de nueces de kola a los visitantes. Los hombres se reunían en la Casa de la Palabra, llamada Toguna, a discutir los asuntos de la comunidad. Era una construcción de techo bajo, formado por ocho capas de tallo de mijo. En ella no se podía estar de pie, para que todos estuvieran a la misma altura y evitaba la violencia si las discusiones se acaloraban.




El paisaje era bastante peculiar. Los pueblos de la parte alta del acantilado tenían dificultades para conseguir el agua. Bajaban a buscarla y volvían a subir por las rocas, llevando el agua en cuencos hechos de calabaza, en equilibrio sobre sus cabezas. La verdad es que era admirable ver a las mujeres y los niños con la carga en la cabeza y subiendo con agilidad el camino en la montaña.


La mayoría de los Dogón practicaban la religión tradicional africana, basada en la creencia en un creador supremo, la adoración de los antepasados y los espíritus de la naturaleza. También había una minoría que practicaba el Islam y el cristianismo.

Ibrahim, nuestro guía dogon, nos llevó a ver las tumbas excavadas en las paredes de roca del acantilado. Se llegaba hasta ellas por un sistema de combinación de cuerdas colgadas, que solo conocía el marabú, el brujo del poblado. El secreto de esta combinación se transmitía al muchacho que iba a ser el sucesor. Ibrahim nos habló de los ritos funerarios dogones, con danzas y máscaras ceremoniales. Nos hubiera gustado presenciarlos, pero el viaje continuaba. 






viernes, 11 de octubre de 1991

LA MEZQUITA DE DJENNÉ

En el viaje por Mali, atravesando el árido Sahel, no esperábamos encontrar pistas inundadas por la lluvia. La pista que llevaba a la ciudad de Djenné fue infernal, estaba inundada a tramos o llena de grandes charcos que procurábamos evitar, con lo que el viejo Land-Rover se ladeaba e iba dando bandazos. Y eso que no era temporada de lluvias, la gente comentaba que hacía años que no llovía en esas fechas.

Atravesamos una Puerta de Entrada a la ciudad y fue como entrar en un agujero del tiempo. Parecía una ciudad medieval, y el ambiente de sus calles parecía conservarse desde entonces. Djenné nos impresionó. Estaba ubicada en una isla que formaba el Delta del río Niger. Todas las casas estaban hechas de adobe, con azotea en la parte superior. Unos cuantos árboles salpicaban la plaza y las calles.


La Mezquita de Djenné fue construida en 1906, aunque la primera se construyó en el s.XII. Era el edificio sagrado de barro más grande del mundo, hecho de una sola pieza, con una estructura de más de 5000m. Era un ejemplo de estilo islámico y arquitectura sudanesa tradicional. Considerada junto al casco antiguo de Djenné como Patrimonio de la Humanidad.

Las paredes exteriores estaban decoradas con estacas de madera llamadas toron, que también sirven de andamios para las reparaciones. Toda la comunidad participaba en el mantenimiento de la mezquita en un festival anual. La Mezquita tenía varios torreones con agujas o pináculos en forma de cono en la parte superior de cada minarete. Entramos en la sala de oración, con 90 pilares, poca luz y suelo de tierra arenosa, El muro de oración, llamado quibla,  estaba orientado a La Meca. Había una zona reservada a mujeres.


El Imam nos acompañó a la azotea. Subimos por unas escaleras exteriores. La azotea tenía múltiples orificios acabados en montículos con tapas de barro; impedían la entrada de la lluvia y también eran el sistema de ventilación de la Mezquita cuando el aire interior era demasiado caliente. Contemplamos desde allí las vistas de Djenné.






La casa más antigua de la ciudad tenía unos 200 años. Su puerta tenía doble entrada para proteger la vivienda de las tormentas de arena. Nos dijeron que algunas viviendas tenían hasta siete entradas sucesivas para evitar la molesta arena. 



En el entramado de callejones de adobe se abría alguna plazoleta, donde jugaban los niños a la sombra de los escasos árboles y reposaban las ovejas. La tranquila Djenné y el ambiente de sus calles nos enamoraron.