viernes, 9 de mayo de 2008

EL HAMMÁN DE DAMASCO


En el hammán las mujeres y las niñas conversaban y reían desinhibidas, bañándose; era un espacio propio, olvidando el negro velo de la tradición y la religión. En la preciosa Damasco quisimos regalarnos la experiencia de un hammán. La sala de entrada principal tenía una fuente central y asientos de piedra con cojines para descansar y tomar un té. Me dieron unas chancletas y una llave para que guardara mis objetos de valor en un cajón. Guardé el monedero y la cámara de fotos, a mi pesar, ya que las fotografías en el interior del recinto no estaban permitidas. Luego me desnudé y entré en la sauna, mientras oía risas y gritos.




Había varias salas pequeñas pintadas de verde manzana, envueltas en vapores. La sala grande tenía una cúpula con orificios tapados por cristales, por donde se filtraba la luz del sol. Había varías piletas de mármol con grifos de agua fría y caliente, y recipientes de plástico de color rosa para echarse agua por encima. Me quedé absorta contemplando la escena. Había varios grupos de mujeres desnudas, chicas jóvenes, de 20 años y alguna incluso menos, delgadas y bien formadas; otro grupo era de mujeres maduras, modeladas por el tiempo. Entre ellas reían y hablaban a gritos. Me miraban a hurtadillas sonriendo, y me señalaban el cubo rosa para que me echara agua por encima.

La masajista era de las maduras y llevaba ropa interior, bragas y sujetador. Las enjabonaba y después frotaba la piel con un guante de crin hasta enrojecerla. Volteaba sus cuerpos desnudos, primero de espaldas boca abajo, después boca arriba, de lado y sentadas, masajeando espalda y brazos.



Cuando llegó mi turno la masajista me tumbó en el suelo de mármol y empezó a echarme cubos de agua y a frotarme enérgicamente. Espalda, nalgas, muslos, piernas, pies, nada escapó a su guante de crin. Luego me sentó como si fuera una marioneta y me lavó el pelo, cosa que yo no quería porque ya me lo había lavado por la mañana. Pero cualquiera le decía algo a la masajista, y además no sabía inglés. Remató la faena con un montón de cazos de agua por encima para aclararme, y luego preguntó “¿Good?” sonriendo y enseñándome su dentadura mellada.
Salí del hammán con una capa menos de epidermis, fina, fina. Rematamos la noche con una cenita en el patio interior de una casa antigua damascena y fumando un narguile, con perfume de manzana. Siria ofrecía al viajero muchos placeres.


© Copyright 2008 Nuria Millet Gallego

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