“Mañana es el día de mercado de ganado en Nizwa”, nos dijo
Talluh. Empezaba temprano, a las seis. Fuimos algo después, pero no nos importó
nada madrugar. Era una de esas ocasiones especiales que suceden en los viajes.
Al llegar a la entrada del zoco, junto a la muralla,
ya vimos a una multitud reunida, y el olor animal nos guió.. Nos acercamos y pasmos entre camiones cargados con camellos. No
dejaban a los camellos libres para que no alborotaran. Al aire libre, cubierto
con un tejadillo, se habían dispuesto los compradores en dos círculos
concéntricos, algunos sentados y otros de pie. Por el pasillo interior pasaban
los vendedores con su cabras peludas
agarradas de un cordel. Pasaban gritando precios, y si a algún comprador le
interesaba lo paraba con un gesto o tirando una piedrecita para llamar su atención. Los compradores examinaban la dentadura y
las ubres. Había cabras rubias y negras, y algunas eran carneros con la
cornamenta curvada. También había cabritillas, que llevaban de dos en dos
agarradas por los brazos. En cuanto a los precios, se regateaba y se pagaban 150 riales omanís (314 euros aproximadamente) para una cabra blanca de pelo largo, 50 riales para una hembra adulta, y 25 riales para una cabra normalita.
La mayoría de los
compradores eran hombres, vestidos con sus elegantes túnicas blancas
tradicionales (dishdashas) y turbantes o casquetes musulmanes. Pero también
había algunas mujeres beduinas con ropa de colores y otras totalmente de negro, que llevaban la máscara triangular con una pieza
vertical que tapaba la nariz. Fue el lugar de Omán donde vimos más mujeres con
máscaras de ese tipo.
La escena era un
batiburrillo de túnicas blancas y animales. Hombres con barbas blancas y
bastones. Algunos sentados y otros moviéndose en círculo hasta encontrar
comprador. Había el ruido propio de un mercado y los balidos de las cabras,
pero no era demasiado ruidoso. Los omanís eran gente muy tranquila, en general.
El mercado de animales
de Nizwa nos fascinó. Era una escena que se repetía inalterable desde hacía siglos, cientos de años, como un viaje en el
tiempo. El reloj se detuvo. Éramos conscientes del privilegio que suponía
contemplar aquel mercado, aunque no fuéramos los únicos turistas. Fue lo más
auténtico e impactante de todo el viaje a Omán. Extraordinario.
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Nuria Millet Gallego