En el hammán las mujeres y las niñas conversaban y reían desinhibidas, bañándose; era un espacio propio, olvidando el negro velo de la tradición y la religión. En la preciosa Damasco quisimos regalarnos la
experiencia de un hammán. La sala de
entrada principal tenía una fuente central y asientos de piedra con cojines
para descansar y tomar un té. Me dieron unas chancletas y una llave para que
guardara mis objetos de valor en un cajón. Guardé el monedero y la cámara de
fotos, a mi pesar, ya que las fotografías en el interior del recinto no estaban
permitidas. Luego me desnudé y entré en la sauna, mientras oía risas y gritos.
Había varias salas
pequeñas pintadas de verde manzana, envueltas en vapores. La sala grande tenía
una cúpula con orificios tapados por cristales, por donde se filtraba la luz
del sol. Había varías piletas de mármol
con grifos de agua fría y caliente, y recipientes de plástico de color rosa
para echarse agua por encima. Me quedé absorta contemplando la escena. Había
varios grupos de mujeres desnudas, chicas jóvenes, de 20 años y alguna incluso
menos, delgadas y bien formadas; otro grupo era de mujeres maduras, modeladas
por el tiempo. Entre ellas reían y hablaban a gritos. Me miraban a hurtadillas
sonriendo, y me señalaban el cubo rosa para que me echara agua por encima.
La masajista era de las
maduras y llevaba ropa interior, bragas y sujetador. Las enjabonaba y después frotaba la piel con un guante de crin
hasta enrojecerla. Volteaba sus cuerpos desnudos, primero de espaldas boca
abajo, después boca arriba, de lado y sentadas, masajeando espalda y brazos.
Cuando llegó mi turno
la masajista me tumbó en el suelo de mármol y empezó a echarme cubos de agua y
a frotarme enérgicamente. Espalda, nalgas, muslos, piernas, pies, nada escapó a
su guante de crin. Luego me sentó como si fuera una marioneta y me lavó el
pelo, cosa que yo no quería porque ya me lo había lavado por la mañana. Pero cualquiera
le decía algo a la masajista, y además no sabía inglés. Remató la faena con un
montón de cazos de agua por encima para aclararme, y luego preguntó “¿Good?”
sonriendo y enseñándome su dentadura mellada.
Salí del hammán con una capa menos de epidermis,
fina, fina. Rematamos la noche con una cenita en el patio interior de una casa antigua damascena y fumando un narguile,
con perfume de manzana. Siria
ofrecía al viajero muchos placeres.
© Copyright 2008 Nuria Millet
Gallego