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jueves, 13 de febrero de 2003

EL LAGO ATITLÁN


 

Desde Antigua fuimos a Panajachel, abreviado Pana, en uno de los coloridos autobuses locales. Fue un trayecto de dos horas y media. En Pana cogimos un barco hasta Santiago de Atitlán, un trayecto de una hora. La superficie del lago tenía color azul intenso. Estaba rodeado de volcanes y montañas picudas. El mismo lago estaba en el interior de un cráter volcánico. Atitlán significaba “lugar de muchas aguas” o “el cerro circunvalado de agua”.

El pequeño pueblo de Santiago de Atitlán estaba entre los volcanes Tolimán y San Pedro. Lo más bonito era su entorno. Nos gustaban los embarcaderos de troncos de madera, entre cañas y juncos. En la plaza central había una blanca iglesia del s. XVI, frente al volcán. En los muros de la iglesia una losa de mármol recordaba que había sufrido los efectos devastadores de terremotos varias veces.

En la misma iglesia otra losa de mármol recordaba a los mártires de Santiago de Atitlán, que sufrieron la violencia causada por los 30 años de guerra civil en Guatemala, entre los años 1966 y 1998. Entre los mártires estaba el Padre Stanley Aple’s Rother, asesinado por la ultraderecha y muy querido por el pueblo.

En Santiago de Atitlán adoraban a Maximón, una deidad local mezcla de los dioses mayas antiguos, el conquistador Pedro de Alvarado y el bíblico Judas. Una extraña mezcla. La deidad residía en una casa diferente cada año, lo que resultaba un honor para el dueño, hasta el momento de la procesión. Entramos en una habitación en semioscuridad, iluminada por muchas velas a los pies de la figura del dios. La cara era de madera tallada, con sombrero, ropas y pañuelos superpuestos, y un cigarrillo encendido en la boca. Había tres hombres alrededor, encargados de hacerle las ofrendas de velas, cerveza y ron. Una curiosa ceremonia.


Nos alojamos en la fantástica Posada de Santiago, frente al lago y con vistas del volcán. Sus cabañas eran de piedra y madera. La nuestra tenía grandes ventanales, una chimenea central y una claraboya con un diván, ideal para tumbarse a leer. Por la noche encendimos la chimenea de leña y contemplamos el fuego hasta que se apagaron los rescoldos.


Al día siguiente cogimos la lancha pública a San Pedro de la Laguna por 10 quetzales (1,2 euros). Nos pusimos en la cubierta superior a tomar el sol. Paseamos por el pueblo de calles empinadas. Curioseamos su mercado, donde tomamos zumos de piña y naranja, y por la Iglesia blanca. 

Luego cogimos otra lancha de San Pedro de la Laguna hasta San Marcos, un trayecto corto de quince minutos. Soplaba el viento que formaba olas en el lago. El paisaje era impresionante, con la silueta de los volcanes de fondo.

San Marcos era diminuto. Nos alojamos en el Hotel Jinava, con cabañas entre jardines con helechos, palmeras y buganvillas, en la ladera de la montaña. Las vistas desde San Marcos eran preciosas y se distinguían tres volcanes. Bajamos por las escaleritas de piedra del hotel hasta la orilla del lago. Había varios embarcaderos de troncos. Nos bañamos junto a uno, el agua estaba fría, pero el sol te calentaba rápido. De día hacía calor y por la noche refrescaba, la temperatura descendía a 10º, era el clima del altiplano.

Al atardecer, en la puesta de sol, los embarcaderos entre cañas y juncos, se veían preciosos. Eran pasarelas con troncos verticales, que invitaban a sentarse apoyando la espalda, para sentir los últimos rayos de sol. El sol se ocultaba por detrás de los volcanes.











Viaje y fotos realizados en 2003

miércoles, 12 de febrero de 2003

LOS VOLCANES DORMIDOS DE GUATEMALA




Guatemala es un país de volcanes. La bella ciudad de Antigua está rodeada de tres impresionantes volcanes: Agua, Fuego y Acatenango. El volcán Fuego se reconoce por su perenne penacho de humo.

Y la población de Santiago de Atitlán, al sur del lago del mismo nombre, está entre los volcanes Tolimán y San Pedro. El mismo lago de Atitlán, de superficie azul turquesa, está en el interior de un cono volcánico. Nos gustó la plaza central de Santiago, con su blanca iglesia frente al volcán, su enemigo. Cada vez que los fieles bajaban la escalinata semicircular de piedra, veían la imagen amenazadora del volcán dormido.




Nos alojamos en una posada con cabañas de piedra y madera con vistas al lago. La cena fue espléndida: lomitos asados al punto con papas y verduritas y bandeja de bocas con fríjoles, guacamoles, nachos de maiz y pan de ajo. Los dueños de la posada se acercaron a hablar con nosotros. Les preguntamos cómo vivieron la guerra civil, y contestaron que fueron tiempos difíciles. Ellos sobrevivieron alojando periodistas, escritores, miembros de organizaciones humanitarias y misioneros evangelistas.

La guerra civil guatemalteca tuvo lugar durante 36 años (!), de 1960 a 1996, y fue especialmente cruel y violenta con los indígenas, con los que se cometió un auténtico Genocidio. Lo describe Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz, en su libro "Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia". Una lectura sobrecogedora. Formó parte de nuestro equipaje literario del viaje. Y comprobamos que la fuerza destructora de los volcanes, no es nada comparada con la fuerza destructora del hombre con sus semejantes. El hombre siempre será un lobo para el hombre. 
 
 Viaje y fotos realizados en 2003

lunes, 10 de febrero de 2003

HUIPILES Y PANZAS VERDES



Las mujeres guatemaltecas tradicionales llevan faldas largas, de colores o negras con rayas, con un fajín en la cintura y los blusones que llaman huipiles. Los huipiles llevan bordados que varían según la población. Son un distintivo y seña de identidad. Algunas mujeres también levaban un tocado enrollado en la cabeza, a modo de turbante.

Fuimos caminando por una carretera de montaña con vistas al lago Atitlán, hasta llegar a Santa Catarina de Palopó. El pueblo estaba escalonado en una colina y era muy tranquilo. Las mujeres llevaban huipiles en los que predominaba el color azul eléctrico de fondo. Vimos varias mujeres tejiendo telas. Jugamos con los patojos, el apelativo cariñoso de los niños, y pregunté a las tejedoras cuánto tardaban en elaborar una tela. Las de más trabajo por el dibujo se hacían en dos meses, y las más sencillas en tres semanas.




Recordé una frase del libro de Rigoberta Menchú: "La mamá nunca se queda sentada en casa sin hacer nada. La mamá siempre está en constante oficio y si no tiene qué hacer tiene su tejido y si no tiene tejido, tiene otra cosa que hacer.” La vida misma.

Comimos pescado del lago, acompañado de guacamole. El guacamole era muy popular en el país hasta el punto de que los antigüeños se conocían por el apodo de "panzas verdes". Se llamaron así durante generaciones porque en tiempos difíciles durante la colonia, los terremotos y los desastres naturales se alimentaron básicamente de aguacates. Ser Panza Verde se transformó con el tiempo en señal de orgullo y de identidad. Como los huipiles. Y en estos tiempos de globalización, creo que siempre es bueno conservar, o por lo menos recordar, las señas de identidad.

 
Viaje y fotos realizados en 2003