martes, 6 de diciembre de 2011

CABO POLONIO Y LOS LOBOS MARINOS




Dicen que el paraíso existe. Para algunos está en Cabo Polonio, Uruguay. Para llegar al pueblo en la costa atlántica, la única manera durante años era en un carro de caballos a través de las dunas. Ahora hay camiones que te llevan en el tramo final.
El pueblo lo forman casitas dispersas alrededor de un faro que inmortalizó Jorge Drexler en su canción “Doce segundos de oscuridad”, el tiempo que tarda el faro en dar la vuelta.

Por detrás del faro, en una zona rocosa, habita una colonia de lobos marinos. Estaban muy tranquilos, tumbados al sol, y no se inmutaban ni por los embates de las olas que rompían en espuma. Había un león marino enorme, el macho, de pelo rojizo. Los lobos eran algo más pequeños y oscuros. Alguno se mimetizaba con la roca. Despedían un fuerte olor.





De vez en cuando dos de ellos se peleaban y emitían ruidos fuertes levantando el morro. Hubo un momento en que se sobresaltaron y se levantaron todos alzando el morro puntiagudo, como olfateando en el aire la presencia de dos extraños.
Se distinguían sus bigotes blancos y los ojillos negros brillantes. Vimos alguno caminar oscilante sobre sus aletas para arrojarse al mar, emergiendo con la piel reluciente.

El origen de Cabo Polonio fue una base para la explotación de lobos marinos, por la piel y otros subproductos. Actualmente está suspendida y la última captura fue en el invierno de 1991.
Estuvimos un par de tardes observando a los lobos entre un silencio sólo interrumpido por sus gruñidos esporádicos y por el sonido de las olas. Fue un lujo poder contemplarlos desde tan cerca en su hábitat natural. Drexler decía que lo importante del faro no era la luz, sino la oscuridad; es un poeta. Lo importante de Cabo Polonio es que estando en él todo parece perder importancia, y la Naturaleza cobra importancia allí.


© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

jueves, 1 de diciembre de 2011

LAS DUNAS DEL POLONIO




El dueño de nuestro pequeño hotel en Cabo Polonio se llamaba Alfredo. En nuestras charlas y en sus gestos demostró una cierta ironía con toques poéticos. Por ejemplo en una de las dunas frente al mar Atlántico habían colocado un viejo televisor plantado en la arena: un guiño uruguayo. El televisor se veía desde las hamacas del porche, mientras contemplábamos la puesta de sol. Creo que era la mejor programación posible.

La duna del televisor no era la única. En el pueblo estaba el complejo dunar más importante del sur americano, según leímos. Pero curiosamente sus 40km2 de extensión corrían alto riesgo de desaparecer por los planes de forestación que impedirían la libre movilidad de las dunas. Hasta para eso eran originales los pobladores del Polonio, no querían perder sus bellas dunas por verde vegetación.




Siguiendo la playa junto al mar encontramos las primeras dunas doradas. Eran onduladas, con suaves pendientes. Algunas tenían una altura considerable, llegar a la cima suponía convertirse en un puntito para el que esperaba abajo. Después de subir y bajar por unas cuantas dunas, seguimos caminando por la llamada Playa de la Calavera, hasta llegar al llamado Cerro Buena Vista, con grandes rocas de formas curiosas.
Lenguas de mar se adentraban en la arena empujadas por el viento, y se formaban olas constantes de crestas espumosas. Era una costa bastante salvaje. De regreso al acogedor hotel, nos tumbamos en las hamacas y contemplamos la puesta de sol junto al viejo televisor, todo un símbolo difícil de olvidar.



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lunes, 28 de noviembre de 2011

DE URUGUAY A GALICIA, PARA MANUELA





Dicen que “quien vale, vuela”. Fue el siglo pasado cuando Manuela embarcó en el Louis Lumiere desde su Galicia natal empobrecida, hacia las Américas. Cruzó el Atlántico buscando una vida mejor, como tantos otros. Montevideo fue su hogar, y el de otros emigrantes españoles, pero los quiebros del destino la devolvieron a su tierra. La emigración continúa, los hijos también buscan y desean una vida mejor. La historia se repite en un bucle inacabable… ¿hasta cuándo?

Aunque nunca sepa, son para Manuela estas imágenes de las calles de Colonia Sacramento, esas calles empedradas que ella pisó en los días de su juventud. Para todas las Manuelas del mundo. La belleza también puede asociarse al dolor. Siempre se van los mejores, los valientes, los que arriesgan. Mi admiración, respeto y homenaje para todos ellos. Hoy no hacen falta más palabras.







© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

martes, 22 de noviembre de 2011

AUTOS DE SACRAMENTO




Colonia Sacramento es una pequeña joya de Uruguay. Está a una hora de ferry (Buquebús) desde Buenos Aires, y a dos horas de autobús de Montevideo, desde donde llegamos nosotros. Es una ciudad colonial con casas de estilo portugués y español y calles adoquinadas. Y es un Patrimonio de la Humanidad merecido. Las calles estaban arboladas con sicomoros y por todas partes había buganvillas trepando por los muros, hortensias y otras flores. Las casas eran de planta baja con rejas de hierro forjado y muros blancos, rosa intenso o amarillos. Todas las calles desembocaban en el agua, ya que Colonia está ubicada en la confluencia de los ríos Uruguay y río de La Plata.





Alguien tuvo la ocurrencia de aprovechar los viejos coches en desuso como original decoración de sus calles. Se veían Chevrolets, Rolls, Fords, Volkswagen y otros modelos de coches americanos antiguos. La pequeña ciudad parecía preparada para el rodaje de una película de época.
En uno de los autos habían dejado crecer flores, que asomaban por el techo y las ventanillas. Otro tenía un pez como conductor. Y en el interior de otro de ellos se podía cenar a la luz de las velas. ¿A quién no le apetecería una cenita en un lugar tan especial? Una muestra de la creatividad y originalidad de los uruguayos.


© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

domingo, 13 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DE LAS MISIONES



Las utopías existen. Y de algunas quedan ruinas. El establecimiento de las Misiones Jesuíticas en Argentina, Brasil y Paraguay a principios del s.XVII fue una de esas utopías. Es apasionante leer el origen y la historia de las misiones. Se fundaron como un experimento civilizador socio-religioso que recreaba el mito del buen salvaje de Rousseau.
Todas seguían el mismo modelo: se accedía por una gran puerta e piedra labrada y tenían una gran plaza, una Iglesia, las viviendas de los indios guaraníes y de los jesuitas, el colegio, los talleres, el cotiguazú (o casa de las viudas) y el huerto. Los hombres hacían los trabajos rurales, de carpintería, herrería, arte y artesanías. Las mujeres cuidaban a los niños, hilaban, tejían y realizaban las tareas domésticas. Todos participaban en trabajos artísticos y religiosos.



Los indios ganaban seguridad, tenían su supervivencia asegurada y se les permitía hablar su lengua y mantener sus costumbres. A cambio, perdían libertad, convivían con tribus distintas y se les prohibieron costumbres como la poligamia y el canibalismo.
El experimento funcionó más de 150 años, fueron misiones prósperas y generadoras de arte, hasta la expulsión de los jesuitas por el rey Carlos III en 1768. Antes de ese final también sufrieron los ataques de los bandeirantes o mamelucos, los cazadores de esclavos brasileños, que capturaban a los indios guaraníes.



Tuve la oportunidad de conocer cuatro de esas reducciones: Trinidad y Jesús de Taravangüé en Paraguay, y San Ignacio de Miní y Santa Ana en Argentina. Eran muy extensas, de piedra roja labrada. Se veían arcos y columnas con pedestales trabajados y ventanas abiertas a la selva. En algunas las raíces de higueras gigantes crecían incrustadas entre las piedras centenarias, como en los templos camboyanos de Angkor. Y aunque sabía que podían ser destructoras, eso embellecía las ruinas y las hacía más salvajes.
Fueron destruidas y saqueadas por invasiones portuguesas y paraguayas. Pero quedó su historia, para todos aquellos a quienes nos gusta escuchar el pasado y aprender de él.



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sábado, 20 de agosto de 2011

RECUERDOS DE SAN PETERSBURGO



Desde una de las torres vigías de la Fortaleza de Pedro y Pablo se veía la gran fachada del Palacio de Invierno del Ermitage en la orilla del río Neva. Estábamos en San Petersburgo. Imposible resumir las impresiones de una ciudad con tanta historia y leyenda, la ciudad más europea de Rusia, construida por Pedro el Grande. Considerada Patrimonio de la Humanidad.
El Museo del Ermitage, con sus palacios pintados de verde y blanco, era una maravilla. Se podían pasar días enteros admirando sus estancias y obras de arte, contenido y continente. Nos cautivó la Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada. Estaba al final de uno de los canales que cruzaban la calle Nevsky, y era una fantasía de cupúlas y colores, con pinturas murales exteriores.


La Nevsky Prospekt o Perspectiva Nevsky era la calle más famosa de Rusia, y decían que la de trazado más perfecto. Leímos que “al comienzo de la década de 1900 era uno de los bulevares más esplendorosos de Europa, con caminos adoquinados y una vía en el centro para los tranvías tirados por caballos”. Si antes había tranvías tirados por caballos, hoy había trolebuses, como en Moscú.
Recorrimos sus 4 km. desde el Almirantazgo hasta el Monasterio de Alejandro Nevski. Junto al Monasterio visitamos el cementerio con tumbas de escritores como mi admirado Dovstoievski, y músicos como Chaikovski, Rimbski-Kórsakov, Borodin… Después de ver la tumba de Dovstoievski quisimos ver la casa donde escribió “Crimen y Castigo”, una de las veinte donde vivió. Estuvimos en la plaza Sennaya, por la que pasaba el atormentado Raskolnilov después de haber asesinado a la vieja avara. También visitamos otra de sus casas museo, y vimos su gabinete con su mesa y sus objetos de escritorio.




Tras el recorrido literario decidimos coger un barco por los canales del río Neva. Durante el trayecto contemplamos las fachadas de Palacios y edificios clásicos de colores rosados y amarillos ocres, con la luz dorada del atardecer. Por momentos nos parecía estar en Venecia. Pero algún cartel con alfabeto cirílico nos devolvía a Rusia, a esa Rusia mítica que nos atrapó.


© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego

sábado, 13 de agosto de 2011

LAS ISLAS SOLOVETSKY




Cerca del Círculo Polar Ártico, en el Mar Blanco, están las islas Solovetsky, también llamadas Solovki, y consideradas Patrimonio de la Humanidad desde 1992. Llegamos en barco desde Rabocheostrovk, abreviado Rabo por los locales. El trayecto duró dos horas y fuimos acompañados por grupos de gaviotas.

Eran seis islas principales con más de 500 lagos. Desembarcamos en la isla más grande, la Bolshoy Solovetsky, y desde el agua ya se veía la silueta del misterioso y evocador Monasterio.






Encontramos una procesión de gente con varios sacerdotes ortodoxos barbados. Algunos de los sacerdotes vestían de negro con altos sombreros y otros, de mayor rango, con ricas vestiduras verde y oro. Las mujeres llevaban todas pañoletas en la cabeza, anudadas bajo la barbilla.

Los sacerdotes portaban varias cruces, rodearon el Monasterio y en la entrada rezaron, cantaron y esparcieron agua sagrada con cierto jolgorio entre las mujeres y niños. Otro sacerdote llevaba un botafumeiro que impregnaba el aire con olor a incienso. Entramos todos en la Iglesia de la Transfiguración. La pared del altar estaba enteramente cubierta de iconos. Oficiaron la misa, y dos sacerdotes orondos con barbas canosas ofrecieron las cruces de oro para todos los que quisieran besarlas.





La isla había sido uno de los campos de concentración más crueles de la antigua URSS, en la época de Stalin. Vimos una exposición sobre el Gulag con fotografías de los presos en blanco y negro. Aunque los textos eran sólo en ruso, las imágenes eran expresivas por sí solas. Hacía años que leí “Archipiélago Gulag” de Solzhenitsin y sabía de los abusos y torturas que se cometieron entre aquellos muros. Él lo describió como un lugar tan lejano para que “un grito nunca fuera oído”. Cuando oí los chillidos de las gaviotas no pude evitar sobrecogerme. Todos los lugares bellos encierran algo trágico.




Rodeamos el perímetro del Monasterio, observando como cambiaba la perspectiva de sus múltiples cúpulas de cebolla. Tenía seis grandes torres con tejadillos cónicos. Las cruces de las torres y de cada cúpula se reflejaban con perfecta simetría en las aguas del lago. Al atardecer todo el entorno del monasterio se tiñó de tonos rojizos, y en aquel momento me pareció increíble que un lugar tan bello hubiera sido un campo de concentración durante tantos años.


© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego






martes, 9 de agosto de 2011

LAS IGLESIAS DE KIZHI

 

 
 
 

Desde Petrozavodks cogimos un hidroplano hasta la isla de Kizhi, en las orillas del lago Onega. El hidroplano levantaba el morro sobre una especie de patas al coger velocidad y parecía un extraño insecto. El trayecto duró una hora y media.

Kizhi era una estrecha franja formada por 6km. de verdes prados ondulados, y con sólo 370 habitantes. Desde el agua vimos la silueta de la Iglesia de la Transfiguración, construida en 1714, con sus 22 cúpulas de madera, y considerada Patrimonio de la Humanidad. Era un entramado de piezas de madera sin ningún clavo en su estructura, como algunas iglesias tradicionales de Polonia y otros países del este. No se podía entrar porque estaba empezando a inclinarse y estaba apuntalada por un andamio de acero. Era una preciosidad de iglesia, con una simetría especial y muy original.



 

Junto a ella estaba la Iglesia de la Intercesión, finalizada en 1764. Tenía nueve cúpulas y conservaba una colección de iconos ortodoxos de los s.XVI-XVII. Tres monjes con largas vestiduras negras cantaron a capela ante el altar, transportándonos a otros tiempos.

En la isla también había un viejo molino de viento y visitamos las casas museo típicas de la región de la Karelia, con mobiliario antiguo y muy acogedoras, sobre todo las zonas junto al fuego de las cocinas. Aunque con todas las grietas de las maderas no costaba imagina la dureza de los inviernos nevados en las viviendas. En los graneros guardaban trineos para la nieve y todo tipo de utensilios agrícolas de labranza: arados, correas, azadones…


 
 


Algunos habitantes de Kizhi recreaban la vida en las aldeas ejerciendo su oficio de carpinteros, tocando campanas, tejiendo en los telares….Las mujeres llevaban pañuelos en la cabeza atados al cuello, como antaño. En la actualidad las rusas también se colocaban pañuelos en la cabeza al entrar en las iglesias, como símbolo de tradición y  respeto.

Las casas estaban esparcidas entre prados verdes con florecillas, y caminábamos por los senderos porque nos habían advertido al llegar a la Reserva de que había muchas serpientes, aunque no tuvimos ningún encuentro indeseado con ninguno de esos ejemplares.

 

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viernes, 5 de agosto de 2011

LABERINTOS RUSOS






Una mañana luminosa alquilamos bicicletas para recorrer la isla Bolshoy Solovetsky. Pasamos junto a unos monjes que contemplaban a los patos nadando en el Mar Blanco. Seguimos el camino pedregoso hacia el Jardín Botánico, a 3,5km. El jardín era un gran recinto boscoso con flores entre las que revoloteaban abejorros. En los años en que las islas eran un Gulag, los convictos, la mayoría presos políticos, se ocupaban del jardín. Intelectuales con ropas raídas y escasas para el intenso frío, con comida insuficiente, con la moral minada y con las fuerzas menguadas, trabajaron años infinitos en aquellos terrenos. Ahora lo cuidaban los monjes.




En un extremo había un pequeño embarcadero con un lago rodeado de bosques. Las aguas estaban inmóviles, con nenúfares flotantes, y los árboles se reflejaban en la superficie. Se respiraba la paz y la tranquilidad.

La isla era conocida también por sus laberintos líticos, remolinos concéntricos de piedras cubiertos de matorrales, y túmulos funerarios de más de 4000 años de antigüedad. Junto a la bahía vimos uno de esos laberintos que recorrimos hasta su salida.





Es curioso el simbolismo atribuido a las piedras en muchos lugares del mundo, como el Tibet. Los peregrinos de diferentes países tradicionalmente han apilado piedras en los caminos, formando túmulos de connotaciones sagradas. Los rusos consideraban Solovky la puerta de entrada al mundo espiritual. Recogí algunas piedras como recuerdo y estuvimos un buen rato descansando al sol entre hierbas y rocas, y envueltos en el silencio.

Al regresar en barco a Rabocheostovk la atmósfera seguía limpia y el cielo de un azul nítido hasta pasadas las once de la noche, cuando anochecía. Y en el cálido refugio del hotel pensé que para algunos presos las islas Solovestsky habían sido un laberinto sin salida. Deseo que estas líneas sean un homenaje y recuerdo al dolor de todos ellos.


© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego