En Mongolia dormimos
varias noches en las gers, las tiendas nómadas tradicionales. Una de ellas en
el desierto de Gobi, frente a las dunas. Nuestra ger tenía una puerta de madera
naranja con dibujos geométricos tradicionales y cuatro camas con edredones,
imprescindibles para el frío nocturno. La abuela, la madre y dos hijos nos
recibieron en su propia tienda. El padre se fue a dar una vuelta en moto. La
abuela tenía la piel tostada y curtida, completamente surcada por arrugas. La
madre nos sirvió airag, la leche de yegua fermentada, que habíamos probado en
Festival Naadam. También nos ofreció un bol grande con dulces, queso blanco y
grumos amarillos de requesón endurecidos. Probé un poquito de todo, para
agradecer su hospitalidad. Los niños nos miraban, sonreían y observaban
atentamente nuestros gestos.
Lo interesante era
estar en la tienda en la que vivían y ver todos los detalles del interior. El
mobiliario era mínimo, una mesa central, junto a la estufa, y tan sólo una
silla para la abuela. El suelo estaba cubierto por piezas diferentes de hules y
alguna alfombra. Alrededor, en pequeñas estanterías se acumulaban objetos de
cocina cotidianos: cacerolas, tazas, teteras, platos y termos de plástico de fabricación china.
Decían que se tardaba
dos horas en montar o desmontar una tienda, pero parecía complicado trasladar
todos aquellos enseres. Según la costumbre los hombres se sentaron a la
izquierda y las mujeres nos situamos a la derecha. En la parte central mirando
hacia la puerta estaba el lugar de honor y el altar.
La estufa de leña
estaba encendida, tenían abierto el orificio del techo de la tienda y entraban
los rayos de sol calentando la estancia. Por ese mismo orificio por la noche
pudimos ver las estrellas del firmamento. Nunca habíamos dormido en un hotel
con más estrellas.
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Nuria Millet Gallego