jueves, 19 de mayo de 2005

BUCEO EN LOS ROQUES















En Los Roques nos apuntamos a una excursión en barca a la zona más lejana al arrecife de coral de las islas, Boca de Cote. Se tardaba unos cincuenta minutos en llegar. El mar tenía unas tonalidades turquesas preciosas. Parecía tranquilo al principio, pero había mucha brisa y se formó fuerte oleaje. La barca cabalgaba las olas que golpeaban el casco, la proa se levantaba con la velocidad y recibíamos constantemente una ducha de agua salada.

Hicimos snorkel, el buceo con tubo y vimos corales en forma de laberintos, arborescentes o cilindros verdes. Los peces también eran de gran variedad: amarillos con rayas grises, azul eléctrico, negros, plateados, cebras, arcoiris, tigres…azul claro con los labios rosas o blancos y peces alargados con el morro en forma de espátula. Algunos estaban agrupados en grupos de diez o más, bajo el saliente de algún coral y se quedaban inmóviles, dejándose mecer por la corriente. Donde había corales la profundidad era poca, pero llegaba un momento en que la pared de coral acababa, el color del agua cambiaba y se abría una profundidad vertical.



Paramos en un palafito abandonado, habitado por pelicanos y otras aves que descansaban en las maderas del embarcadero. Junto a él había un banco de arena con un islote blanco formado por grandes caracolas.

Luego el barquero nos dejó en la Isla Crasquí. Todas las islas tenían nombres terminados en “quí” que venía de la palabra inglesa “Key”, cayo en castellano. Allí hicimos otra inmersión fantástica y encontramos más peces de lo que esperábamos.

Otro día fuimos a la Isla Francisquí, más cercana. La zona para hacer snorkel se llamaba La Piscina, porque quedaba protegida por una barrera de coral bien visible, donde rompían las olas. Nadar entre los peces y corales, rodeados del silencio marino, fue una de los grandes experiencias del viaje por Venezuela.




























sábado, 14 de mayo de 2005

EL ARCHIPIÉLGAGO LOS ROQUES



El archipiélago Los Roques de Venezuela tenía el arrecife de coral más grande del Caribe. Era Parque Nacional Maríno, formado por un conjunto de islas y cayos de las Antillas Menores. Llegamos en una avioneta de 19 plazas de la compañía Aerotuy. La vista del archipiélago de islas coralinas desde el cielo era precioso. El vuelo fue suave, sin turbulencias, aunque otros viajeros nos habían contado historias sobre incidencias por los fuertes vientos. Aterrizamos en la Isla Gran Roque, la única habitada. El aeropuerto era mínimo, con una torre de control que parecía casi provisional.



En la isla había poca vegetación, pero algunas palmeras y árboles de poca altura ofrecían sombra, y daban un toque de verdor. El pueblo lo formaban tres calles arenosas, paralelas al mar, con casas de colores de planta baja. Subimos al Faro de la colina, para contemplar las vistas. Luego dimos un paseo y vimos bastantes niños en una escuela. No había vehículos de ningún tipo y las calles eran de arena, se podía ir descalzo todo el día. Las casas eran bonitas, con porches y plantas, y algunas estaban adornadas con barcas en las puertas. La mayoría de las casas eran de estilo marinero, y quedaban algunas casas coloniales con rejas en las ventanas. Era un lugar bonito y tranquilo.















Las playas de arena blanca eran preciosas. El color del mar Caribe era una combinación de franjas azules y verde transparente. Disfrutamos de los baños y de la puesta de sol. Contemplamos el espectáculo de los pelícanos que se lanzaban en picado al mar para atrapar los peces. Vimos como se les ensanchaba el cuello al tragar. Algunos parecían kamikazes, y vimos uno que en la rapidez de la bajada chocó contra el lateral de una barca. Nuestra presencia cercana les era indiferente, debían estar acostumbrados y no huían. Al día siguiente alquilamos una barquita para hacer excursiones por otras islas del archipiélago.







 

miércoles, 11 de mayo de 2005

EL DELTA DEL ORINOCO



Desde Tucupita emprendimos el viaje por el Delta del Orinoco, uno de los mayores deltas del mundo. Era un laberinto de islas con centenares de canales estrechos llamados caños. Las aguas del Orinoco eran de color café con leche y bajaban con grupos de verdes plantas acuáticas, que formaban islas flotantes arrastradas por la corriente. En las orillas la vegetación era frondosa, con palmeras y manglares. Nos cruzamos con pequeñas barcas y con pescadores extendiendo las redes. En el trayecto vimos tucanes con franjas amarillas en el pico, monos de pelaje rojizo en la arboleda y búfalos de agua con grandes cornamentas curvadas.













Tras varias horas de navegación nos detuvimos en un campamento. Una de las mujeres nos preparó la comida. Se sentó en el embarcadero y con un machete grande empezó a quitarle las escamas a un gran pescado. Preguntamos el nombre y dijo que era un “morocoto”. Acompañaron el pescado con arroz, fríjoles y banana frita. Luego nos tumbamos en las hamacas.

Cogimos de nuevo la barca y nos adentramos en canales más estrechos. En esos caños la vegetación de las orillas es exhuberante y está más próxima. Vimos delfines oscuros, jugando y saltando. Eran tan rápido y tan imprevisible el lugar por donde asomarían que aunque les seguimos con la barca no pudimos fotografiarlos. Encontramos una tortuga pequeña posada sobre el tronco cortado de una palmera. En seguida se sumergió al acercarnos.

Paramos en uno de los caños más angostos y bajamos a tierra, pisando terreno pantanoso. El barquero nos mostró la planta del cacao, el árbol del palmito, las toronjas, ají picante y unos frutos rojos pequeños que se usaban como colorante. Vimos tarántulas, escondidas en una planta tipo palmera baja. Era negra y peluda, más grande que mi mano. Estábamos junto a ella y nos agachamos para verla mejor, aunque con precaución. Pero Luis, nuestro barquero, colocó su mano a un centímetro de la tarántula y ni se inmutó. Dijo que si no se la atacaba no hacía nada. La tarántula nos ignoró, pero los mosquitos del pantanal nos acribillaron.













Visitamos una comunidad de los indios warao. Leímos que “wa” significa “canoa” y “rao” significa “hombre”. Esas comunidades solían estar aisladas por familias, repartidas en las orillas del Orinoco. En todas se distinguían las hamacas colgantes, meciéndose con alguien que contemplaba el paso del río y del tiempo. En la aldea subimos a una curiara a remo, la embarcación tradicional tallada en un tronco vaciado. Fue muy relajante deslizarnos con la curiara por el río, en el silencio de la jungla, contemplando el reflejo de los árboles en la superficie del agua.