Mostrando entradas con la etiqueta LAMAS. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta LAMAS. Mostrar todas las entradas

domingo, 31 de agosto de 2014

EL DEBATE DEL MONASTERIO


 
 
 

 
 
A veces el viajero tiene la oportunidad, la suerte o el privilegio de contemplar escenas intemporales, de ser testigo de una realidad que no le pertenece. Eso nos sucedió en el Monasterio de Seracercano a Lhasa, a unos 4 km., que fue fundado en 1419. En su momento de esplendor tuvo unos 5000 monjes, y cuando fuimos reunía apenas unos mil monjes tibetanos. A sus pies tenía un cementerio tibetano al que solían acudir los buitres.
 

 

En aquel monasterio tuvimos oportunidad de contemplar el debate religioso-filosófico de los monjes. Eran de la escuela o secta Gelugpa, también conocida por la de los Gorros Amarillos, a la que pertenece el Dalai Lama. En un jardín con árboles y piedras blancas fueron entrando poco a poco hasta reunirse unos cien monjes. Los había de todas las edades, algunos muy jóvenes. Se agruparon por parejas y se retaban para ver quien daba la respuesta más rápida o tenía más conocimientos. Parecían disfrutar y divertirse con el reto y no les importaba tener espectadores. Lo que yo hubiera dado por saber tibetano en aquellos momentos.

 
 
 
Algunos estaban sentados sobre cojines granates, como sus túnicas, y otros de pie. Al dar la réplica balanceaban el cuerpo y daban una palmada. Por todas partes del jardín se oían fuertes palmadas y la cantinela de la polémica entre los monjes. Una escena que se repetía desde hacía siglos.
 



© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

EL MAJESTUOSO PALACIO DE POTALA




Viajar también es tener un libro en las manos y trasladarte a los lugares que describe. Es mirar una fotografía detenidamente, observando todos los detalles, el paisaje, la gente, la indumentaria, la luz, sintiéndose parte de esa fotografía.

Por eso escribí que este viaje empezó hace muchos, muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista.

Allí estaba el imponente edificio blanco y rojo oscuro, de techos dorados, sobre una de las colinas. El Palacio Blanco era la Residencia del Dalai Lama. El Palacio Rojo era el edificio con funciones religiosas, con capillas y chorten, las tumbas de los Dalais Lamas precedentes, que despertaban auténtico fervor  y veneración.


 

El majestuoso Palacio del Potala era la Sede del Gobierno Tibetano y la antigua residencia del Dalai Lama. Fue construido en el s.XII y restaurado en el XVII. La construcción actual data de 1645 y tardó más de cincuenta años en completarse. Consta de 13 edificaciones con paredes de 130m. de altura y más de mil habitaciones. Era un merecido Patrimonio de la Humanidad.

Todo el complejo tenía numerosas construcciones, santuarios, aposentos, bibliotecas y terrazas. Empezamos la ascensión de las numerosas escaleras que nos adentraban en el recinto sagrado. De cerca los muros tenían una gruesa capa de cal de un blanco cegador, debían restaurarlo cada año. Entramos por grandes portalones como pomos de bronce de los que colgaban adornos coloridos de lana trenzada. Era un laberinto de pasillos, recintos y capillas, con columnas rojizas y techos con vigas pintadas de azul cobalto.

En casi todos las salas y capillas había grandes calderos con mantequilla de yak que alimentaba las mechas encendidas perennemente. Los peregrinos llevaban botellas de plástico rellenas con mantequilla que vaciaban en los diferentes calderos;  otros llevaban recipientes con mantequilla sólida y la colocaban con una cuchara, y los más modernos llevaban termos de mantequilla líquida.




En cada estancia había un monje guardián removiendo la manteca y custodiando los tesoros. Miles de estatuas de Budas y otras divinidades, como Milarepa. El Buda de la Compasión tenía mil ojos y mil brazos para abarcar todo lo que contemplaba. La gente arrojaba billetes pequeños de un yuan en ofrenda. Montones de billetes se acumulaban y caían por los suelos, siendo pisoteados y rotos. Los peregrinos cantaban su salmodia en murmullos, y una cantinela acompañaba nuestros pasos.

Hicimos la kora alrededor del Palacio del Potala. Seguimos las ruedas de oración, observando a los cientos de peregrinos y viendo como cambiaba la perspectiva de la imponente fortaleza. Al anochecer, contemplado desde la gran plaza, parecía un sueño. Un lugar mítico, imposible de olvidar.

 
 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


EL FERROCARRIL BEIJING – TIBET

 
Este viaje empezó hace muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista. Y llegó el momento.

Compramos el billete por internet a través de una agencia china que nos tramitó los permisos de entrada al Tibet. A finales de septiembre, la misma tarde que llegamos cogimos el tren Beijing-Lhasa (lo llaman Qinghai-Tibet), de quince vagones. Nos tocó el vagón 12 y cada vez que íbamos al vagón restaurante teníamos que recorrer cuatro vagones. El ambiente en el tren era digno de verse, casi ningún extranjero, muchos chinos, y en la parada de Xining subieron un montón de monjes tibetanos con la túnica granate y mujeres con trenzas y la vestimenta típica tibetana. Una de ellas, una anciana con sombrero y trencitas, se quedó en nuestro compartimento. Era la madre de un monje que viajaba en tercera clase, y de vez en cuando venía a verla y preguntarle si necesitaba algo. Se notaba que la trataba con cariño y respeto.



Nuestro compartimento era de seis literas y nos tocaron las de en medio, que son más prácticas si quieres hacer una siestecita de día. El trayecto fue de más de 4000km. que tardamos 45 horas en recorrer. Los chinos se pasaron el viaje tomando té, y comiendo pipas y noodles, los fideos chinos precocinados a los que añadían agua hirviendo. Javier y yo leímos, escribimos y jugamos a cartas, que por cierto provocaron la curiosidad de los chinos durante todo el viaje. Y sobre todo miramos, hacia fuera y hacia dentro.
La línea sólo tenía cinco años, según nos dijeron, antes no llegaba hasta Lhasa. Podría decirse que es un Transtibetano. El paisaje era precioso, un anticipo de lo que íbamos a ver. Atravesamos la meseta tibetana, colinas áridas, altas montañas con los picos nevados, y a sus pies se extendían praderas verdes con lagunas y rebaños de yaks de pelo negro. Vimos grupos de casas aisladas y algunas tiendas nómadas lejanas con banderolas de oración de colores. La temperatura exterior osciló entre 3º y 10º. El tren tenía tomas de oxigeno que se disparaban de vez en cuando por la altitud. El puerto más alto que pasamos fue a 5072m, 200m. más alto que el ferrocarril peruano de los Andes. Estábamos en el techo del mundo.
  


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

viernes, 17 de agosto de 2012

KARAKORUM, LA CAPITAL DE GENGHIS KHAN





Todo imperio tiene su decadencia. Genghis Khan tuvo un sueño, un Gran Imperio. Y lo cumplió, aunque fuera a costa de muchas vidas. El gran Imperio Mongol tuvo su capital en Karakorum. Fue el centro de las caravanas que hacían la Ruta de la Seda. De aquellos tiempos de esplendor apenas quedan algunas ruinas. Para los buscadores de lugares míticos Karakorum se ha transformado en una ciudad típica de Mongolia sin encanto, casas de planta baja cercadas por vallas, alternando con gers tradicionales.

Pero hay otro motivo para viajar hasta Karakorum: el Monasterio Erdene Zuu. El nombre significa “cientos de tesoros”, y no decepciona. Es un monasterio budista, construido en 1586 y considerado Patrimonio de la Humanidad. Fue destruido y reconstruido en 1872, y posteriormente también fue destruido por las purgas de Stalin en 1937, cuando más de 10.000 monjes fueron asesinados o enviados a los gulags siberianos. Después de la caída del comunismo se devolvió el monasterio a los lamas y en 1990 volvió a ser lugar de culto.




Desde lejos impresionaba el gran recinto. Estaba rodeado por un inmenso muro con 108 estupas (el 108 es un número sagrado para los budistas). En el interior había tres templos dedicados a las tres etapas de Buda, su infancia, adolescencia y edad adulta. Había pinturas murales, figuras y grandes estatuas de Buda. Me fijé especialmente en el Buda del pasado y el Buda del futuro.




El verdadero tesoro del monasterio es una Biblioteca de libros rectangulares de tapas de madera envueltos en telas. La voz del pasado estaba escrita en aquellas páginas amarillentas y caracteres mongoles.

En el Templo Lavin, de estilo tibetano, vimos la ceremonia de oración. Entramos en  una sala con corbatas de colores colgantes y asientos con cojines granates para los monjes. Un grupo de lamas de túnicas granates, entre ellos algunos de la orden de los Gorros Amarillos, se sentaron en filas frente a frente. Repartieron una hoja alargada con los rezos e iniciaron su cantinela de voces graves. Nos quedamos allí sentados observándolos, como estatuas inmóviles. Al acabar les ofrecieron té con mantequilla en cuencos. Ahora que hemos regresado al ajetreo de nuestra vida cotidiana, a veces cierro los ojos y los escucho. Y sueño.

 
 

© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego

lunes, 30 de diciembre de 1996

RETRATOS Y SONRISAS BIRMANAS

En el viaje por Myanmar vimos algunas mujeres que llevaban una crema amarillo pálido en las mejillas. Encontramos una chica joven con esa crema que formaba el dibujo de una hoja, pero otras se la aplicaban de un modo menos uniforme. Leímos que lo utilizaban tanto hombres, como mujeres y niños. La crema o polvo se obtenía moliendo la corteza del árbol thanaka, mezclado con agua. Era un cosmético que ofrecía protección para los rayos solares Una pasta refrescante y aromática con olor a sándalo, que se aplicaba realizando diseños en las mejillas, y también por todo el cuerpo. También lo vimos en Mozambique.


Nos llamó la atención la placidez de la siesta de un niño, en un banco de piedra con los caracteres circulares de la escritura birmana. Siempre nos quedará la curiosidad de lo que ponía en el banco.

En la ruta por las aldeas alredor de Kalaw, encontramos mujeres transportando sus cestas con las asas en la frente yendo al mercado, y a este niño que llevaba un sombrero especial hecho con hojas. Una muestra de la creatividad  y simpatía de los birmanos.


Esta chica de larguísimo pelo la encontramos en una peluquería birmana. Las peluquerías asiáticas y africanas son mi debilidad. Como siempre, las sonrisas de la gente que encontramos en Myanmar forman parte importante del viaje.


domingo, 15 de diciembre de 1996

EL TEMPLO MINGÚN Y OTRAS PAGODAS
























Desde Mandalay cogimos un barco por el río Ayuyarwedi hasta Mingún. Era un trayecto corto, de 11km. En las orillas contemplamos los grupos de chozas aisladas, canoas y algunos pescadores echando las redes. Mingún era una de las ciudades antiguas conservadas en los alrededores de Mandalay, y fue la que más nos impresionó.

La Mingún Paya era el monumento budista (o zedi) más grande del mundo. Era imponente, de piedra rojiza. Miles de esclavos empezaron a construirlo en 1790 y debería haber tenido 150m, pero su construcción se interrumpió y quedó en los 50m de altura. Aún así resultaba majestuoso.. En la fachada principal, a un lado de la puerta de entrada, se abría una gran grieta, como una herida de las sagradas piedras. La grieta se abrió tras el terremoto de 1839. La puerta era enorme, daba acceso a una capilla que nos pareció pequeña en comparación con la mole de piedra. Un monje nos ofreció té y bananas, que tomamos sentados a los pies de un Buda. Luego subimos la escalinata hasta la cima de la stupa y contemplamos lo que quedaba del esplendor de la antigua ciudad bordeada por el río. 













Cerca estaba la gran campana de bronce, construida para el templo en 1808, de 90 toneladas de peso. Sólo había otra de tamaño parecido en el mundo, en Moscú. Estaba suspendida del techo y podías meterte en su hueco interior, grabado con inscripciones con caracteres birmanos. Con un tronco tañimos la campana, que resonó por todo el lugar.

La Pagoda Pondawpaya estaba junto al río, custodiada por dos grandes leones que miraban pasar las barcas. La Pagoda Hsibyume de 1816, con estructura circular era otra de las que recordaremos. Sus stupas blancas resplandecían al sol, entre las verdes palmeras. Tenía siete terrazas que representaban la siete montañas alrededor del Monte Maru, que era el origen del Cosmos, según la mitología budista. Después visitamos las tres ciudades sagradas más antiguas: Sagaing, Amarapura y Ava. En Sagaing la verde colina estaba totalmente salpicada de stupas. Las viejas piedras sagradas de Mingún y las otras ciudades nos hablaron de otros tiempos míticos de esplendor en Myanmar. 

 












jueves, 5 de diciembre de 1996

EL MONASTERIO DEL LAGO Y LA ESCUELA


















En el centro del lago Inle había una isla donde estaba el Monasterio Nga Pha Kyaung, construido en madera sobre pilotes, tipo palafito. En su sala principal había una colección de imágenes de Buda de estilo san, tibetano y bagan. Hablamos con el abad, que nos pareció muy joven para su cargo; nos explicó que había pasado un examen para serlo. Estaba pintando una mandala en una pizarra en el suelo. Tenía todos los botes de pintura por el suelo, y se inclinaba a dibujar mientras le observaba uno de los monjes. Nos mostró la biblioteca, con alguno de los libros sagrados del monasterio. Las tapas de los libros eran de madera de teca, con los bonitos caracteres birmanos redondeados. 

Había varios gatos por allí y los monjes les habían enseñado a saltar por el aro. Ya se conocía como el monasterio de los gatos saltadores. Nos hicieron una demostración en un rincón, donde se colaban los rayos del sol.

En el monasterio vivían sólo cinco monjes, en la época que fuimos. Nos invitaron a tomar té y nos enseñaron sus habitaciones, con vistas al lago. Tenían cortinillas naranjas en las ventanas y almanaques con paisajes de otros países en las paredes. Como mobiliario, camas con dosel y mosquiteras, y un armario donde guardaban los libros. Una pasarela de madera sobre pilotes en el lago comunicaba con otras habitaciones. Allí tenían unas hamacas donde nos tendimos a tomar el sol, charlar con los monjes y disfrutar de la paz del monasterio del lago.



En otro monasterio encontramos una escuelita de monjes. Los pequeños monjes vestían sus túnicas granates y azafrán, con el brazo al descubierto. Los estudiantes escribían aplicadamente en sus pizarras negras, en sentido vertical. Un maestro tenía a su alumno abrazado por detrás, mientras le enseñaba la escritura. Alteramos un poco el orden de su clase. Una escena inolvidable.