lunes, 28 de noviembre de 2011

DE URUGUAY A GALICIA, PARA MANUELA





Dicen que “quien vale, vuela”. Fue el siglo pasado cuando Manuela embarcó en el Louis Lumiere desde su Galicia natal empobrecida, hacia las Américas. Cruzó el Atlántico buscando una vida mejor, como tantos otros. Montevideo fue su hogar, y el de otros emigrantes españoles, pero los quiebros del destino la devolvieron a su tierra. La emigración continúa, los hijos también buscan y desean una vida mejor. La historia se repite en un bucle inacabable… ¿hasta cuándo?

Aunque nunca sepa, son para Manuela estas imágenes de las calles de Colonia Sacramento, esas calles empedradas que ella pisó en los días de su juventud. Para todas las Manuelas del mundo. La belleza también puede asociarse al dolor. Siempre se van los mejores, los valientes, los que arriesgan. Mi admiración, respeto y homenaje para todos ellos. Hoy no hacen falta más palabras.







© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

martes, 22 de noviembre de 2011

AUTOS DE SACRAMENTO




Colonia Sacramento es una pequeña joya de Uruguay. Está a una hora de ferry (Buquebús) desde Buenos Aires, y a dos horas de autobús de Montevideo, desde donde llegamos nosotros. Es una ciudad colonial con casas de estilo portugués y español y calles adoquinadas. Y es un Patrimonio de la Humanidad merecido. Las calles estaban arboladas con sicomoros y por todas partes había buganvillas trepando por los muros, hortensias y otras flores. Las casas eran de planta baja con rejas de hierro forjado y muros blancos, rosa intenso o amarillos. Todas las calles desembocaban en el agua, ya que Colonia está ubicada en la confluencia de los ríos Uruguay y río de La Plata.





Alguien tuvo la ocurrencia de aprovechar los viejos coches en desuso como original decoración de sus calles. Se veían Chevrolets, Rolls, Fords, Volkswagen y otros modelos de coches americanos antiguos. La pequeña ciudad parecía preparada para el rodaje de una película de época.
En uno de los autos habían dejado crecer flores, que asomaban por el techo y las ventanillas. Otro tenía un pez como conductor. Y en el interior de otro de ellos se podía cenar a la luz de las velas. ¿A quién no le apetecería una cenita en un lugar tan especial? Una muestra de la creatividad y originalidad de los uruguayos.


© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

domingo, 13 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DE LAS MISIONES



Las utopías existen. Y de algunas quedan ruinas. El establecimiento de las Misiones Jesuíticas en Argentina, Brasil y Paraguay a principios del s.XVII fue una de esas utopías. Es apasionante leer el origen y la historia de las misiones. Se fundaron como un experimento civilizador socio-religioso que recreaba el mito del buen salvaje de Rousseau.
Todas seguían el mismo modelo: se accedía por una gran puerta e piedra labrada y tenían una gran plaza, una Iglesia, las viviendas de los indios guaraníes y de los jesuitas, el colegio, los talleres, el cotiguazú (o casa de las viudas) y el huerto. Los hombres hacían los trabajos rurales, de carpintería, herrería, arte y artesanías. Las mujeres cuidaban a los niños, hilaban, tejían y realizaban las tareas domésticas. Todos participaban en trabajos artísticos y religiosos.



Los indios ganaban seguridad, tenían su supervivencia asegurada y se les permitía hablar su lengua y mantener sus costumbres. A cambio, perdían libertad, convivían con tribus distintas y se les prohibieron costumbres como la poligamia y el canibalismo.
El experimento funcionó más de 150 años, fueron misiones prósperas y generadoras de arte, hasta la expulsión de los jesuitas por el rey Carlos III en 1768. Antes de ese final también sufrieron los ataques de los bandeirantes o mamelucos, los cazadores de esclavos brasileños, que capturaban a los indios guaraníes.



Tuve la oportunidad de conocer cuatro de esas reducciones: Trinidad y Jesús de Taravangüé en Paraguay, y San Ignacio de Miní y Santa Ana en Argentina. Eran muy extensas, de piedra roja labrada. Se veían arcos y columnas con pedestales trabajados y ventanas abiertas a la selva. En algunas las raíces de higueras gigantes crecían incrustadas entre las piedras centenarias, como en los templos camboyanos de Angkor. Y aunque sabía que podían ser destructoras, eso embellecía las ruinas y las hacía más salvajes.
Fueron destruidas y saqueadas por invasiones portuguesas y paraguayas. Pero quedó su historia, para todos aquellos a quienes nos gusta escuchar el pasado y aprender de él.



 © Copyright 2012 Nuria Millet Gallego