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domingo, 14 de mayo de 2017

LA ISLA ULLAUNGDO




Pohang era una ciudad costera coreana con un bonito paseo marítimo con mucho ambiente, con músicos callejeros y restaurantes de pescado. Desde allí cogimos un ferry hasta la Isla Ullaungdo, en el Mar del Japón. Durante el trayecto de tres horas y media nos acompañaron grupos de gaviotas juguetonas, que revoloteaban alrededor. Seguían la estela del barco y les gustaba sumergirse en la espuma de la estela, para ellas debía ser como un jacuzzi.

La isla era volcánica y la vegetación había crecido generosamente en sus montañas y acantilados. Atracamos en una bonita y resguardada bahía. La montaña más alta tenía casi 1000m de altura. En su cima estaba el Observatorio, y en otros puntos se erigían estatuas blancas de Buda y tablillas verticales con caracteres coreanos. 




Estuvimos un par de días en la isla. Nos apuntamos a un crucero alrededor de la isla. El paisaje era precioso con el mar azul intenso y los altos acantilados tapizados de vegetación verde. El sueño de un náufrago en la distancia, o su pesadilla por los abruptos acantilados. Había peñascos rocosos separados de la costa, como guardianes de la isla. El mar rompía en espuma contra las negras rocas. Por cierto, que la isla era disputada por los japoneses, y los coreanos defendían que era de su territorio.

Recorrimos el camino de pasarelas por los acantilados, atravesando grutas donde se adentraba el mar, erosionándolas y formando hendiduras. En el camino había algunos pequeños bares que ofrecían pulpo y mejillones. Luego llegamos hasta el Faro subiendo por el bosque. Desde allí se veía el otro lado de la isla, la bahía con un muelle.

Llegó el momento de despedirnos de la luminosa isla. Las gaviotas nos acompañaron de nuevo en el regreso al continente; nuestro viaje por Corea seguía y nos esperaba Hahoe.











© Copyright 2021 Nuria Millet Gallego

 

sábado, 21 de enero de 2017

TADJOURA, EL PUEBLO DE PESCADORES



Tardamos tres horas en llegar de Djibouti capital a Tadjoura en motocarro. La vuelta la hicimos en barco tipo ferry en un trayecto de menos de dos horas por el Océano Índico. La primera impresión no fue buena. Sabíamos que era un tranquilo pueblo de pescadores en la costa índica. No era un pueblo bonito convencional, pero su carácter costero y su gente le añadían atractivo.



Su playa en forma de media luna repleta de barcas varadas era bonita. Las casas eran muy sencillas, construcciones de planta baja y ladrillo de barro. Las mejores eran las del paseo marítimo de la playa, pintadas de blanco y amarillo claro, entre algunas palmeras. Por detrás se iban degradando. Sólo había una casa pintada de color rojo intenso,, que era el Almacén General de Tadjoura, escrito en francés. En el puerto al mediodía, los hombres estaban tumbados a la sombra en el suelo, entre las cabras. Había más cabras que niños en el pueblo. Estaban en todas partes, buscando comida en las basuras o subidas a las ramas de árboles bajos o pegadas a la sombra de las paredes para protegerse del sol. Y había más moscas que cabras y niños. Así que Tadjoura estaba lleno de moscas, cabras y niños, por este orden.


Curioseamos en el mercado, las mezquitas y los colmados con estanterías en las paredes llena de latas de conservas, guisantes, atún, pasta, jabones, leche en polvo, pasta de dientes, candados, pilas, galletas...Mientras las moscas, cabras y niños nos rodeaban, y cuando la luz dorada del atardecer tiñó las barcas del puerto y las casas del paseo marítimo entre palmeras aisladas, nos pareció el pueblo más bonito de África.



Vimos la salida del colegio de los niños, que transportaban grandes mochilas con los libros escolares franceses. El sistema educativo era el mismo que en Francia, al haber sido colonia francesa, con lo que estudiaban animales y lugares que no formaban parte de su entorno y tal vez nunca verían. Hojeamos un libro con fotografías de los dientes y anatomía. Los niños nos sonreían tímidamente, pero no nos seguían en el trayecto. Los amigos iban abrazados por los hombros y se dejaban fotografiar. Las niñas no; ya se protegían o tenían instrucciones de sus padres. La religión musulmana, mayoritaria en Djibouti, imponía sus reglas en edades tempranas. Pero con sus vestidos estampados y pañuelos de colores las niñas y mujeres parecían princesas árabes de otro tiempo.



© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

martes, 22 de noviembre de 2011

AUTOS DE SACRAMENTO




Colonia Sacramento es una pequeña joya de Uruguay. Está a una hora de ferry (Buquebús) desde Buenos Aires, y a dos horas de autobús de Montevideo, desde donde llegamos nosotros. Es una ciudad colonial con casas de estilo portugués y español y calles adoquinadas. Y es un Patrimonio de la Humanidad merecido. Las calles estaban arboladas con sicomoros y por todas partes había buganvillas trepando por los muros, hortensias y otras flores. Las casas eran de planta baja con rejas de hierro forjado y muros blancos, rosa intenso o amarillos. Todas las calles desembocaban en el agua, ya que Colonia está ubicada en la confluencia de los ríos Uruguay y río de La Plata.





Alguien tuvo la ocurrencia de aprovechar los viejos coches en desuso como original decoración de sus calles. Se veían Chevrolets, Rolls, Fords, Volkswagen y otros modelos de coches americanos antiguos. La pequeña ciudad parecía preparada para el rodaje de una película de época.
En uno de los autos habían dejado crecer flores, que asomaban por el techo y las ventanillas. Otro tenía un pez como conductor. Y en el interior de otro de ellos se podía cenar a la luz de las velas. ¿A quién no le apetecería una cenita en un lugar tan especial? Una muestra de la creatividad y originalidad de los uruguayos.


© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego