El símbolo de la
ciudad era el Stari Most (Puente Viejo), el puente otomano de un solo
arco que se elevaba más de 20m de altura sobe el río Neretva. Era
una auténtica maravilla arquitectónica, con una torre defensiva en cada
extremo. El original fue construido en 1567 por orden de Suleimán el Magnífico.
Durante más de 400 años el puente sobrevivió a todo tipo de conflictos, incluida
la II Guerra Mundial. Pero en 1993 el ejército croata lo destruyó durante su
enfrentamiento armado con los bosnios musulmanes. Lo que veíamos era una
réplica.
La Mezquita
Koski Mehmed Pasha. El interior era bonito con el mirhab adornado con
celdillas, vidrieras de colores, alfombras, atriles y un púlpitos con escaleras
rematado por un capitel triangular. Subimos los 86 peldaños de piedra de una
escalera caracol para llegar a la parte alta del minarete. Las vistas de
Mostar, los tejados rojos sobre el verdor, el rio de aguas esmeralda y el Puente
eran magníficas. Desde el jardín de la Mezquita también había buenos ángulos
para fotografiar la ciudad.
Cruzamos el puente y bajamos a la plataforma de madera para verlo mejor. El paisaje de la ribera del río Neretva estaba salpicado de casas asomadas al curso de aguas verdes. Dimos un paseo en una barca zodiac recorriendo ambos lados del puente y viendo sus diferentes perspectivas.
Vimos como se lanzaban en picado varios chicos bronceados. Primero despertaban la expectativa paseando por el borde exterior de la barandilla del puente, indiferentes a la altura y provocando exclamaciones de los espectadores. Luego pasaban la gorrita y cuando consideraban que era suficiente, se lanzaban en picado al vacío, una caída vertical impresionante hasta que se sumergían en las aguas verdes. Un espectáculo en un escenario histórico y precioso.
Visitamos la
Casa Museo Katjaz, de estilo otomano, la mejor conservada de Herzegovina y
declarada Patrimonio de la Humanidad. Tenía varias habitaciones decoradas
con coloridos kilims, divanes, cojines, teteras, utensilios de cocina, trajes
de época, paños de mesa bordados y todo tipo de detalles. Había hornacinas en
la pared con objetos como una plancha de hierro. Nos gustó el mobiliario de
madera: armarios, grandes baúles, mesas bajas redondas y hasta una cuna.
La planta superior presentaba la típica distribución turca con dormitorios separados para las mujeres, que tenían una gran sala de estar con ventanales y divanes, donde recibían a los invitados y se entretenían. Los hombres se alojaban en el lado sur de la casa, pero el cabeza de familia podía visitar cuando quisiera a sus numerosas esposas. La preferida tenía una habitación más grande y decorada con más lujo. Un ambiente muy oriental y una visita muy interesante.
Al pasar de la orilla oeste a la orilla este se atravesaba simbólicamente el antiguo cruce entre Oriente y Occidente. Allí estaba el Old Crooked Bridge, otro puente antiguo de piedra arqueado más pequeño. Muy coqueto y rodeado de vegetación verde.
La otra Casa
Museo otomana era la Bescovic, construida sobre altos pilares junto al río.
Los anexos de la casa estaban destrozados, pero la parte restaurada nos
encantó. El patio de entrada tenía plantas, flores y una fuente hecha con
varias teteras de bronce. En el porche de la casa había divanes con cojines
para sentarse y contemplar el jardín.
En el piso
superior había una sala circular para recibir invitados, con varios ventanales
arqueados, mesas hexagonales de madera labrada con los servicios de café y sus
cacitos de cobre. En otro espacio exhibían un telar y algún traje tradicional y
vimos los dormitorios con camas y una cuna.
Visitamos el Museo
de la Guerra y el Genocidio, del periodo 1992-1995, un tributo a la memoria de
los horrores que se cometieron, mostrado de diversas formas. Había ropa,
zapatos y objetos de la vida cotidiana de las víctimas bosnias, con carteles
explicativos de su historia. Impresionaba y emocionaba.
La Guerra de Bosnia dejó la ciudad arrasada y con la ayuda internacional se reconstruyó el casco antiguo. Cuando fuimos en 2023, todavía quedaban secuelas del conflicto y vimos algunos edificios con impactos de bala en la fachada y esqueletos de edificios, en los que la hierba crecía a través del hueco de las ventanas, como un símbolo de que la vida se abría paso. La ciudad de Mostar había renacido y su belleza era una afirmación de la vida.