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jueves, 17 de agosto de 2017

EL DESFILE DE PORT GENTIL

 


Port Gentil era la capital de la región Ogoué Marítima en Gabón. Lo abreviaban con las siglas POG. Era una ciudad petrolera y marinera, ubicada al final de una península, rodeada de océano y pantanos. En la guía de la Lonely Planet leímos que desde el s. XV los europeos descendían por la costa comerciando con marfil y madera. En el s. XVIII se comerció con esclavos y en el s. XX los misioneros comerciaron con las almas. 

Nos dijeron que había un desfile con motivo de la celebración del Día de la Independencia, el 18 de agosto de 1960, y para allí nos fuimos. Fue un espectáculo muy colorido. Amenizaban el desfile varias orquestas con trombones y todo tipo de instrumentos. Cada grupo desfilaba con su propio uniforme de coloridos estampados africanos


Todo Port Gentil estaba allí, presenciándolo como público o desfilando. Había unas gradas que ya estaban repletas y la gente se agolpaba tras las vallas colocadas en las aceras de una ancha avenida. Conseguimos ponernos delante para hacer fotos. Militares como armarios vigilaban que la gente no se desbordase. 

Primero desfiló el ejército de tierra con toda su variedad de uniformes de camuflaje, la marina vestidos de blanco y los sanitarios. Vehículos de todo tipo, ambulancias, bomberos y hasta una lancha patrullera con metralleta. Todo un despliegue de fuerzas. 


Luego tocó el turno de desfile de asociaciones de todo tiposanitarias, bancos de desarrollo, evangelistas, petroleras, madereras, de construcción de carreteras (en este desfilaban varios chinos, filmando con sus móviles, eran un contraste). 

Muchos hombres y mujeres, llevaban gorras y sombreros con el distintivo de la asociación, y los niños pequeños jugaban a pedirles “le casquette, le casquette, le chapeau, le chapeau…” Cuando algunos de los desfilantes los arrojaban sonriendo, era una fiesta, tondos se lanzaban a cogerlo y gritaban con gran jolgorio. Estuvimos dos horas viendo el espectáculo festivo de gran colorido. 










miércoles, 8 de febrero de 2017

EL NIÑO DE DJIBOUTI Y EL BIDÓN OXIDADO



Paseando por el tranquilo muelle de Tadjoura vimos un niño asomado a un bidón oxidado. Estaba encaramado en una tabla y parecía distraído contemplando el interior. Nos acercamos con curiosidad por saber el contenido del bidón y vimos dos crías pequeñas de cabras. Una negra y la otra blanca. El pueblo estaba repleto de cabras que campaban a sus anchas por las calles y en la playa. 




El niño miraba como las dos cabritillas saltaban e intentaban subir por las paredes del bidón. Y cuando llegaban a su altura las acariciaba. Estuvimos un rato viendo sus juegos. Cuando el observador se sintió observado nos ofreció la mejor de sus sonrisas. El sol del atardecer bañó Tadjoura de una bonita luz dorada, pero la mirada brillante y la sonrisa del niño del bidón sería uno de nuestros mejores recuerdos de aquel pueblo costero de Djibouti.




© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

sábado, 21 de enero de 2017

TADJOURA, EL PUEBLO DE PESCADORES



Tardamos tres horas en llegar de Djibouti capital a Tadjoura en motocarro. La vuelta la hicimos en barco tipo ferry en un trayecto de menos de dos horas por el Océano Índico. La primera impresión no fue buena. Sabíamos que era un tranquilo pueblo de pescadores en la costa índica. No era un pueblo bonito convencional, pero su carácter costero y su gente le añadían atractivo.



Su playa en forma de media luna repleta de barcas varadas era bonita. Las casas eran muy sencillas, construcciones de planta baja y ladrillo de barro. Las mejores eran las del paseo marítimo de la playa, pintadas de blanco y amarillo claro, entre algunas palmeras. Por detrás se iban degradando. Sólo había una casa pintada de color rojo intenso,, que era el Almacén General de Tadjoura, escrito en francés. En el puerto al mediodía, los hombres estaban tumbados a la sombra en el suelo, entre las cabras. Había más cabras que niños en el pueblo. Estaban en todas partes, buscando comida en las basuras o subidas a las ramas de árboles bajos o pegadas a la sombra de las paredes para protegerse del sol. Y había más moscas que cabras y niños. Así que Tadjoura estaba lleno de moscas, cabras y niños, por este orden.


Curioseamos en el mercado, las mezquitas y los colmados con estanterías en las paredes llena de latas de conservas, guisantes, atún, pasta, jabones, leche en polvo, pasta de dientes, candados, pilas, galletas...Mientras las moscas, cabras y niños nos rodeaban, y cuando la luz dorada del atardecer tiñó las barcas del puerto y las casas del paseo marítimo entre palmeras aisladas, nos pareció el pueblo más bonito de África.



Vimos la salida del colegio de los niños, que transportaban grandes mochilas con los libros escolares franceses. El sistema educativo era el mismo que en Francia, al haber sido colonia francesa, con lo que estudiaban animales y lugares que no formaban parte de su entorno y tal vez nunca verían. Hojeamos un libro con fotografías de los dientes y anatomía. Los niños nos sonreían tímidamente, pero no nos seguían en el trayecto. Los amigos iban abrazados por los hombros y se dejaban fotografiar. Las niñas no; ya se protegían o tenían instrucciones de sus padres. La religión musulmana, mayoritaria en Djibouti, imponía sus reglas en edades tempranas. Pero con sus vestidos estampados y pañuelos de colores las niñas y mujeres parecían princesas árabes de otro tiempo.



© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

sábado, 26 de mayo de 2012

LA ESCUELA HIMBA




 
Un grupo de unos quince niños coreaban las lecciones del maestro. Estaban sentados en el suelo terroso, en un aula de paredes de adobe. El maestro del gobierno les enseñaba inglés con la ayuda de dibujos y repetían las palabras a coro. Eran muy pequeños, de dos a seis años, y vestían sus atuendos tradicionales: un diminuto taparrabos, aros ornamentales en el cuello y la cabeza rapada con una o dos trenzas centrales.





Los niños pertenecían a la minoría étnica de los Himba, uno de los pueblos nativos de Namibia que conservan su estilo de vida tradicional desde hace siglos.

La clase continuó en el patio repitiendo las letras del alfabeto inglés, dibujadas en el suelo de tierra roja. El maestro sonreía. Sin duda, era un profesor entusiasta y entregado, igual que sus pequeños alumnos. Pero me preguntaba qué futuro les esperaba entre la tradición y la modernidad.
 
© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego

miércoles, 21 de abril de 2010

EL DIOS JAPONÉS DE LOS VIAJEROS Y LOS NIÑOS



 

Japón deja huella, a donde quiera que vayas. En Nikko dimos un paseo a través del bosque hasta el abismo de Gamman-Ga-Fuchi, junto a un río de cauce rocoso. Encontramos una avenida con unas cien estatuas Jizō, el protector de los viajeros y los niños. Estaban sentadas y tenían una gorra de lana roja y al cuello una especie de babero, para que estuvieran abrigadas. Una hilera de estatuas alineadas cubiertas por el musgo verde, vigilando nuestros pasos viajeros.


 

En aquel momento ignorábamos que el volcán islandés Eyjafjallajökull entraba en erupción y provocaba una nube de cenizas que cerraría el espacio aéreo de Europa. Fuimos dos de los miles de afectados; se canceló nuestro vuelo y quedamos atrapados en Tokio. Pero tal vez los Jizō retornaron las cosas a la normalidad.

En la entrada de los templos sintoístas los fieles anudan papeles blancos en los que escriben oraciones o deseos. Yo también anudé mi papel. Mientras lo hacía pensé que la relación entre viajeros y niños era la curiosidad y la capacidad de asombro, y que ambos necesitaban protección. Para viajar hay que seguir siendo un poco niño. Espero no perder nunca esa capacidad de sorprenderme ante el mundo, como la que me provocó Japón. Ese fue uno de mis deseos.

 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


sábado, 14 de octubre de 2000

MIANDRIVAZO Y EL RÍO TSIRIBIHINA

Llegamos a Miandrivazo a las once y media de la noche, tras un trayecto infernal en taxi-brousse desde Morondava, por pistas llenas de socavones. El vehículo parecía un barco, en continuo vaivén hacia un lado y otro.

Al día siguiente vimos el pueblo de Miandrivazo, que nos gustó mucho. En la calle principal se conservaba alguna casa destartalada con los balcones con tablillas de madera labrada. Tenía un par de Iglesias Adventistas, que eran los edificios de mejor construcción, aparte del Palacio de Justicia. Había mucho ambiente y pequeños comercios. Solo necesitaban una madera para montar un puesto de venta ambulante de buñuelos, cacahuetes, pinchitos de carnes, huevos, mangos…Vimos un almacén de mazorcas de maíz. Había cientos de mazorcas doradas. Estaban amontonadas, las metían en sacos y las cargaban en un camión. Por las casas también colgaban hileras de mazorcas.



En las calles vimos mujeres y niñas peinándose unas a otras, haciéndose trencitas que luego agrupaban en moños caprichosos, con peinados muy variados e imaginativos. Algunas llevaban pamelas blancas o de colores.



Al atardecer paseamos por las orillas del río Tsiribihina, viendo el ambiente local. Mujeres y niños se lavaban enjabonándose, otras mujeres lavaban la ropa y la extendían en el suelo para que se secara, formando un mosaico de colores.






Había una excursión por el río de tres días, pero decidimos hacer un trayecto en piragua más corto. La piragua era un tronco de árbol vaciado, con cuatro maderos transversales para sentarse. Fuimos con dos remeros. Rio arriba había una zona de rocas y se formaban rápidos, estrechándose el caudal. Dejamos la canoa atada y caminamos por las rocas hasta llegar a unas cascadas donde el agua saltaba con fuerza entre las piedras. Nos bañamos en un remanso del río. Disfrutamos un montón y fue muy relajante.




lunes, 9 de diciembre de 1996

LAS CASAS COMUNALES BIRMANAS

 




En los alrededores de Kalaw visitamos varias aldeas caminando por los senderos de tierra rojiza. El paisaje era precioso: valles cultivados entre montañas y colinas. Había laderas llenas de girasoles, algunos de casi dos metros de altura. Otros cultivos eran de semillas de sésamo, terrazas de arroz, plantaciones de té verde. Los campos formaban mosaicos de gran colorido.

Encontramos gente que iba o volvía del mercado. Las mujeres llevaban cestas a la espalda, ciñendo las asas a la frente, con la compra del día. Las saludábamos y una de ellas nos enseñó su compra: algo de pescado, vegetales, tomates y palomitas de maíz caramelizadas para los niños. Las mujeres casadas llevaban unos aros en la cintura como indicadores de su rango, y vestían longhis de colores hechos a mano, con chaquetillas de tela adornadas con lentejuelas. Muchas llevaban enrollada en la cabeza una toalla china de colores, a modo de turbante. Un niño llevaba un sombrero especial hecho con hojas.




En una de la aldeas ellas vimos lo que llamaban “long-house”, la casa comunal de varias familias. Era un largo palafito, levantado sobre pilotes, la parte inferior se utilizaba como almacén o para el ganado. Vimos cerdos negros como jabalíes y gallinas. Cuando fuimos estaba medio en penumbra porque las ventanas estaban cerradas, pero se filtraba algún rayo de sol que iluminaba el humo del interior. Se podía saber el número de familias por los fuegos que ardían






Vimos una anciana sentada en cuclillas frente a su fuego, fumando el tampat, el cigarro tradicional birmano. Del techo colgaban unas mazorcas de maíz, y había sacos de arroz y cereal alrededor. Más allá había otra familia comiendo, y mecían a un niño en su cuna-hamaca. Una mujer esta tumbada porque tenía una herida en la rodilla y no había podido ir al mercado.

Los niños correteaban por allí y se acercaban a nosotros con curiosidad. Nos presentaron al anciano de más edad de la comunidad. Tenía 85 años y once hijos, según nos contó. Nos invitó a un té, y nos miraba sonriendo con sus encías desdentadas.