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sábado, 21 de enero de 2017

TADJOURA, EL PUEBLO DE PESCADORES



Tardamos tres horas en llegar de Djibouti capital a Tadjoura en motocarro. La vuelta la hicimos en barco tipo ferry en un trayecto de menos de dos horas por el Océano Índico. La primera impresión no fue buena. Sabíamos que era un tranquilo pueblo de pescadores en la costa índica. No era un pueblo bonito convencional, pero su carácter costero y su gente le añadían atractivo.



Su playa en forma de media luna repleta de barcas varadas era bonita. Las casas eran muy sencillas, construcciones de planta baja y ladrillo de barro. Las mejores eran las del paseo marítimo de la playa, pintadas de blanco y amarillo claro, entre algunas palmeras. Por detrás se iban degradando. Sólo había una casa pintada de color rojo intenso,, que era el Almacén General de Tadjoura, escrito en francés. En el puerto al mediodía, los hombres estaban tumbados a la sombra en el suelo, entre las cabras. Había más cabras que niños en el pueblo. Estaban en todas partes, buscando comida en las basuras o subidas a las ramas de árboles bajos o pegadas a la sombra de las paredes para protegerse del sol. Y había más moscas que cabras y niños. Así que Tadjoura estaba lleno de moscas, cabras y niños, por este orden.


Curioseamos en el mercado, las mezquitas y los colmados con estanterías en las paredes llena de latas de conservas, guisantes, atún, pasta, jabones, leche en polvo, pasta de dientes, candados, pilas, galletas...Mientras las moscas, cabras y niños nos rodeaban, y cuando la luz dorada del atardecer tiñó las barcas del puerto y las casas del paseo marítimo entre palmeras aisladas, nos pareció el pueblo más bonito de África.



Vimos la salida del colegio de los niños, que transportaban grandes mochilas con los libros escolares franceses. El sistema educativo era el mismo que en Francia, al haber sido colonia francesa, con lo que estudiaban animales y lugares que no formaban parte de su entorno y tal vez nunca verían. Hojeamos un libro con fotografías de los dientes y anatomía. Los niños nos sonreían tímidamente, pero no nos seguían en el trayecto. Los amigos iban abrazados por los hombros y se dejaban fotografiar. Las niñas no; ya se protegían o tenían instrucciones de sus padres. La religión musulmana, mayoritaria en Djibouti, imponía sus reglas en edades tempranas. Pero con sus vestidos estampados y pañuelos de colores las niñas y mujeres parecían princesas árabes de otro tiempo.



© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

jueves, 6 de junio de 2013

SEÑALES VIAJERAS DE SUDÁFRICA




 
El cartel advertía tener cuidado con los con los cocodrilos y los hipopótamos, otros avisaban de la presencia de cocodrilos, hipopótamos y tiburones (¡) y de no tirar comida al agua. Estábamos en el Parque de los Pantanos de Santa Lucía, en Sudáfrica. Decían que por las tranquilas calles del pueblo de Santa Lucía podías encontrar un hipopótamo paseando y que no eran precisamente amistosos. Nosotros no encontramos ninguno, pero oímos sus bramidos.


 
El parque estaba considerado Patrimonio Mundial y tenía 200km2. Tenía el Océano Índico a un lado y varios lagos al otro. El lago de Santa Lucía que le daba nombre era el estuario más extenso de África, con cinco ecosistemas diferentes: desde arrecifes y playas, hasta lagos, pantanos y bosques de interior y costeros. Su fauna abarcaba desde hipopótamos hasta cebras.


 
Encontramos otras señales curiosas, pero la que superaba a todas era la que advertía del peligro de topar con elefantes, rinocerontes, leopardos, búfalos o leones, que vimos el el Parque Nacional Kruger, la joya de Sudáfrica, una franja de 65km. de ancho por 350km. de largo, en el que había la mayor abundancia de animales. Los vimos a todos ellos, menos al rey. Disfrutar de la vida animal en su entorno fue muy especial. Pero la señal también fue un buen detalle para el recuerdo.
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego

miércoles, 24 de abril de 2013

LA ISLA DE IBO

 




Desde Pemba una pequeña barca nos llevó hasta la isla de Ibo en un trayecto de hora y media. La isla de Ibo era la más grande del Archipiélago de las Quirimbas, al norte de Mozambique. Había sido un importante puerto comercial árabe cuando llegaron los portugueses en el s. XV, y a finales del s. XVIII se convirtió en un puerto crucial para la trata de esclavos. Afortunadamente eso formaba parte de su pasado; en la actualidad era una población tranquila y con encanto.

La isla tenía tres fuertes: Sao Joao Baptista con forma de estrella, Sao Antonio y Sao José. Una mezquita y una iglesia proporcionaban el alimento espiritual, aunque la mayoría eran musulmanes liberales.




Paseamos por sus bonitas calles de edificios de planta baja desgastados. Eran casas coloniales de piedra con porches sombreados. Algunas estaban restauradas, y otras estaban invadidas por las raíces de grandes árboles que entraban por las ventanas y crecían entre sus muros abandonados. Hicimos alguna foto en blanco y negro y parecían transportarnos más en el tiempo.




En el centro del pueblo varias mujeres bombeaban un pozo y llenaban sus recipientes de agua, un bien preciado. Proyectos de abastecimiento de agua como ese, financiados por España, se habían interrumpido al reducirse el presupuesto de Ayuda Oficial para el Desarrollo.

Una de esas mujeres jóvenes que bombeaba agua y la transportaba sobre su cabeza. tenía un peinado adornado con letras, y en el centro de su frente colgaba la letra "M", como un símbolo de Mozambique. Ella misma tal vez era, sin ser consciente de ello, un símbolo de la lucha por la supervivencia y de ese precioso país africano.

 

© Copyright 2013Nuria Millet Gallego

viernes, 12 de abril de 2013

ILHA DE MOÇAMBIQUE

 

 
La isla estaba conectada con el continente por un puente de 3,8km. de largo, construido en 1967. Al aproximarnos a bordo de nuestra furgoneta colectiva, que llamaban “chapa”, distinguimos casitas bajas blancas y de tonos ocres entre palmeras. La isla estaba considerada Patrimonio de la Humanidad desde 1991. Tenía 3km. de longitud y 500m. de anchura.





En las calles de la Ciudad de Piedra todos nos saludaban con un hola, “Olá”, “Bom dia” o “Boa tarde”, y se prestaban gustosamente a conversar con un portugués de acento musical. Había enormes árboles de troncos gruesos, eran higueras de indias o sicomoros. Proporcionaban una sombra fresca que se agradecía con el calor reinante. Bajo las grandes copas siempre había un grupo de mozambiqueños descansando a la fresca.

 




Visitamos el Mercado Municipal, las iglesias y el Hospital. Cruzamos la isla paseando por diferentes callejuelas. Las casas tenían pinturas ocres y anaranjadas, descoloridas por el sol y desconchadas, pero eso le añadía encanto a la Ciudad de Piedra. Pasamos por arcos y pórticos y llegamos a la Fortaleza de Sao Sebastiao. Nos bañamos a sus pies en las pequeñas calas que formaban las rocas.


 
La isla era paradisíaca. Pero no hay paraísos completos: el índice de HIV entre la población era muy alto. Me comentaron que había mucha promiscuidad y que a pesar del esfuerzo de los profesionales sanitarios y de la información sobre el uso de preservativo, un joven me dijo que “el plátano no se come con cáscara”, literalmente. Deseo que las nuevas generaciones de mozambiqueños cambien esa mentalidad y apuesten por la vida, por su salud y por su bello país.

jueves, 9 de noviembre de 1995

LA ISLA DE LAMU

En noviembre de 1995 viajamos a Kenya y la Isla de Lamu. Pertenecía al Archipiélago de Lamu formado por las islas Lamu, Manda, Pate, Kiwayu, Kiunga y Lama. Pasamos varios días en Lamu, la isla principal. No tenía aeropuerto, así que desde Malindi volamos a la isla Manda con un pequeño avión de la compañía Eagle. Fue un trayecto corto de 35 minutos y vimos las islas en el Océano Indico.

En Manda cogimos una barca para cruzar hasta Lamu. En el Puerto se veían los dhowns, las embarcaciones árabes tradicionales, de velas blancas.



Las callejuelas de su casco antiguo eran estrechas y laberínticas. Era Patrimonio de la Humanidad. El ambiente era el de una población musulmana, con mezquitas y sus minaretes asomando entre los tejadillos de las casas.

Las casas estaban hechas de piedra coralina y madera de mangle. Las fachadas estaban pintadas de blanco y algunas con la mitad inferior de color azul o verde manzana. Algunas puertas eran de madera labrada con adornos de latón, como las de isla de Zanzíbar.


Las mujeres vestían el caftán negro, con más o menos rigor, algunas se adornaban con un pañuelo discreto en la cabeza y otras solo mostraban la ranura de los ojos. Solo las niñas llevaban vestidos y velos de colores. Las vimos saliendo del colegio.

Los hombres iban más variados: vestían el caftán blanco largo con el casquete musulmán, o el pañuelo que llaman kanga a modo de falda larga, y encima una camisa o camiseta.


Las calles estaban llenas de burros que campaban a sus anchas sin ser molestados, como las vacas en la India. También comía los restos y desperdicios que encontraban. En la isla había un orfanato y un hospital de burros. Los burros jóvenes prestaban servicio como animales de carga, ya que en toda la isla no había vehículos. Paseando de vez en cuando nos sorprendía algún rebuzno.




El Fuerte de Lamu fue construido por los árabes en el s.XIX. Tenía muros almenados y varios cañones en el patio. Visitamos el Museo que exhibía las joyas y ropajes antiguos que llevaban los habitantes de Lamu, fotos de otros tiempos y maquetas de barcos árabes. Reproducían habitaciones amuebladas como antaño, con influencias de la cultura swahili, árabe o hindú. Muebles de madera labrada, mesitas bajas con teteras y tazas para el té, esterillas en el suelo, camas con dosel, cojines y divanes para reclinarse.



Dimos un paseo hasta la Playa de Shela, bordeando el mar. Tardamos unos cuarenta minutos. Encontramos unas playas inmensas y desiertas, de arena blanca y con un gran palmeral. Eran 15km de playas. Había más oleaje porque aquel recodo se abría al Océano Índico, y rugía con fuerza. Frente a Lamu el mar estaba mas calmado porque se formaba un canal entre las islas y el continente. Nos bañamos totalmente solos. 




El pequeño poblado de Shela tenía casas blancas también hechas de piedra coralina, con muros almenados. Su mezquita tenía el minarete con forma redondeada.


Otro día fuimos en dhown a la isla de Manda, para pescar, hacer un poco de submarinismo y visitar las ruinas de Takwa. Las orillas estaban llenas de manglares con su maraña de raíces aéreas, hundidas en una zona pantanosa. En las raíces se veía ostras pequeñas que se adherían con fuerza a ellas. Nos adentramos en un canal que nos llevó hasta las ruinas de Takwa flanqueado por manglares. Takwa fue una ciudad swahili que prosperó en los s.XV-XVII y llegó a tener 2500 habitantes. Tenía un centenar de casas de piedra caliza y coral, y una mezquita, rodeadas por una muralla que derribaron los elefantes cuando la ciudad fue abandonada. Una historia fantástica. Entre las ruinas había enormes baobabs, con sus ramas retorcidas y troncos de varios metros de diámetro. Uno de ellos tenía 800 años de antigüedad. Probamos su fruto que tenía textura de corcho.

Hicimos buceo con tubo en los arrecifes Manda Toto. Tuvimos al alcance de la mano peces, corales, conchas y caracolas gigantescas. Había peces azul eléctrico con una cresta amarilla, anaranjados, con rayas a lo cebra. Una fantasía submarina.

Al día siguiente cogimos otro dhown a la Isla Paté. Su población se mantenía como hacía siglos, sin agua corriente ni electricidad. Se veía mucho más antigua que Lamu. Todas las casas estaban hechas de coral y con tejadillos de caña. Estaba repleta de niños que nos perseguían con sus saludos y sus risas. Por todas partes oíamos un coro de “Jambo, jambo!” (hola en swahili). Los viejecitos nos sonreían y saludaban con el “Karibuni” (bienvenidos). Comimos en la playa un guiso de pescado con patatas, verduras y arroz. Y de postre jugosas papayas, bananas y naranjas. Luego regresamos a la la isla de Lamu con el dhown y el viento a favor. Fueron unos días estupendos en el archipiélago, imposibles de olvidar.




(* Fotos hechas en papel en 1995)