Djibouti
en árabe o Yibuti en francés. Los dos nombres
resultaban sugerentes y desconocidos. Djibouti era uno de los países más
pequeños del mundo, ubicado en el Cuerno
de África, con costas bañadas por el
Mar Rojo, de un tamaño aproximado a la provincia de Badajoz. Un país
peculiar, sin superficie de tierra arable, con desierto, tierras de pastoreo y
nómadas, paisaje y clima desérticos con temperaturas medias de 30º.
Fue antigua colonia francesa hasta que alcanzó su independencia en 1977. Pero quedaban
muchas huellas de la época colonial, entre ellas la arquitectura de la capital,
el sistema educativo, la moneda (el franco, abreviado DJF) y la presencia de
legionarios y funcionarios franceses que residían allí con sus familias.
La capital, del mismo nombre que el país, nos
sorprendió agradablemente. Diferenciaban el barrio europeo y el barrio
africano. La arquitectura colonial
del barrio europeo nos gustó. Eran casas de dos plantas, con porches y arcadas moriscas. La mayoría
estaban pintadas de blanco o amarillo claro. Las mujeres con sus coloridos
vestidos largos y pañuelos estampados envolventes añadían color a las calles de
ambos barrios.
La Mezquita Hamoudi estaba junto al mercado, con una gran torre
abombada con dos balconadas de madera verde claro rodeándola. No era un
minarete habitual para las mezquitas árabes. Los puestos del mercado tenían gran colorido, con la
variedad de estampados que exhibían las tenderas y compradoras. Ofrecían
sandías, berenjenas, tomates, plátanos, cebollas, pescados y carnes con moscas
revoloteando…Algunos nos saludaban con un “Bon jour”, pero pasábamos bastante
desapercibidos y no nos agobiaban ni intentaban vender nada. Las mujeres
musulmanas, en general, no querían ser fotografiadas y lo respetamos. Sonreían
cuando les decía que eran “tre jolie”. Me gustó especialmente la zona de los sastres con sus viejas
máquinas de coser en la calle y la entrada de sus talleres adornada con telas
coloridas colgantes.
El barrio africano era
más anárquico, con calles de barro sin asfaltar y casas más sencillas, con
presencia de uralita. Había puestos callejeros de venta de khat, la hierba etíope
estimulante que masticaban y les quitaba el sueño y el apetito. Se veían
hombres masticando con una bola que les inflaba la mejilla. Leímos que era un
estimulante parecido a la anfetamina, aunque cinco veces más suave. El khat no
era autóctono de Djibouti. Un avión transportaba diariamente varias toneladas
de hierba desde Etiopía, el principal productor.
Quisimos acercarnos al
Puerto para conocerlo y pasear, pero el acceso no parecía fácil. Pasamos por el
Puerto Internacional, de carga, con grúas y contenedores. La Corniche nos decepcionó porque aunque estaba junto al mar era
desolada, había algunos restaurantes, pero nada especial; sin apenas árboles y
junto a la carretera, no nos pareció un buen lugar para pasear, sólo había
coches. Otro día visitaríamos el Muelle de Pescadores, más interesante, con
barcas de colores y venta de pescado. Vimos la Iglesia Ortodoxa Etíope con cúpula redonda, y la Catedral, de construcción moderna. La
vieja Estación de Ferrocarril, en
desuso y abandonada, hablaba de otros tiempos de esplendor.
Al atardecer nos
sentamos bajo los porches de una tetería
céntrica, y contemplamos el paso de la gente. Sólo los hombres estaban sentados
en las terrazas; las mujeres iban y venían a sus quehaceres. Los hombres
llevaban ropa occidental y algunos camisolas largas o camisa y falda larga
cruzada que llamaban futá. Algunas
mujeres parecían estudiantes, con sus mochilas bajo los largos vestidos
combinados con pañuelos. Estuvimos en la tetería hasta que oscureció. Nuestro
viaje acababa de empezar.
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Nuria Millet Gallego