“Cuando Marco Polo, en uno de sus viajes por los
más exóticos rincones del planeta se encontró en el Océano Índico, con un archipiélago
formado por cerca de 1200 islas, las denominó Flor de las Indias. Tal es la
belleza de las Maldivas, cuyo verdadero nombre significa en sánscrito
<guirnalda>”. Eso leí en una propaganda de viajes.
Volamos desde Colombo, en Sri Lanka, hasta Male, la capital. Un trayecto de una hora. De las 1200 islas sólo 200 están habitadas por comunidades tradicionales de pescadores, y unas 90 están dedicadas al turismo. Fue invadida sucesivamente por árabes, portugueses, malabares del sur de la India y británicos.
Las Maldivas eran una maravilla natural. La única crítica
que se les podía hacer era que cada isla era un hotel, y excepto los
trabajadores, no veías población local, ni mercados ni vida, a no ser que te
desplazaras a otra isla más grande. Era como estar metidos en una postal, y
nosotros preferimos otro tipo de viaje o combinar unos pocos días con el viaje
a otro país, tal como hicimos.
Las distracciones eran baños en las playas de arena blanca, buceo con tubo y excursiones en barco. Buceando vimos gran variedad de corales y peces rayados de colores. El resto de los días transcurrieron tranquilamente entre paseos, lectura, escribir, hacer fotos, observar a los cangrejos, hacer la siesta, recoger conchas, beber zumos, y contemplar la puesta de sol. Cada día el cielo se ponía violeta, y el sol iba tiñendo las nubes de pinceladas de amarillo y naranja al esconderse. Un cuadro pintado en directo ante nosotros.
Leímos que probablemente estas islas serán cubiertas por el mar dentro de unos sesenta años, dado que su máxima elevación sobre el nivel del mar no sobrepasa los tres metros y medio. Uno de los paraísos que puede desaparecer.