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miércoles, 22 de agosto de 2012

EN CAMELLO POR EL GOBI




En Mongolia los ríos son femeninos, se nombran como madre. Y el desierto, el gran Desierto de Gobi, es masculino.  Habíamos volado hasta Dalanzadgad en un trayecto de hora y media, para ahorrarnos doce horas de carreteras y pistas mongolas.
Alli contratamos un jeep para recorrer el desierto, con dos australianos de Melbourne. Nos alojamos en un pequeño campamento de gers frente a las dunas de Khorgoryn Els.

 
Al atardecer dimos un paseo en camello. Eran camellos bactrianos, de dos gibas, a diferencia de los dromedarios que sólo tienen una giba. No costaba imaginarlos  en el pasado formando las caravanas que comerciaban en la Ruta de la Seda, los llamaban “barcos del desierto”. Antes de subir mi camello me saludó con un excremento verde pastoso en la bota, y durante todo el trayecto no paró de girar la cabeza para sonarse los mocos o rascarse. Leímos que podían pasar dos semanas sin beber y un mes sin comer, y que cuando estaban sedientos podian beber 250 litros de una sola vez! Además, con el pelo de los camellos hacían cuerdas y con sus excrementos se encendía el fuego de las cocinas, así que resultaban unos animales muy útiles.




Las dunas de Khorgoryn Els se extendían a lo largo de 12km. Las llamaban dunas cantarinas por el ruido que hacían cuando  la arena se movía con el viento. La más alta tenía trescientos metros de altura y costaba un montón subir porque la arena se derrumbaba. En la cresta la recompensa era contemplar el mar de dunas del gran desierto. Lo divertido fue bajar como si estuviésemos esquiando.

 



 
El desierto también era un paisaje a tramos sorprendentemente verde con matojos de flores lilas y colinas verdes. Lo imaginábamos todo más seco. Vimos muchas manadas
de caballos libres y rebaños infinitos. Recorrimos dos cañones, el de Yoly Am una estrecha garganta llena de pequeños roedores que nos salían al paso correteando, y el de Bayanzag, de rocas rojizas.

Cenamos a la luz de las velas y mientras contemplábamos un cielo repleto de estrellas imaginamos las caravanas de camellos cargados con ricas mercancías que habrían recorrido aquel desierto mítico.

 
© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego


sábado, 12 de mayo de 2012

AMANECER EN EL DESIERTO NAMIB

 
 

 

Regresamos a África, imposible escapar a su llamada. Esta vez a Namibia. Dormimos en Sesriem y dejamos el campamento a las cinco de la madrugada para ver la salida del sol desde las dunas. Había que abrigarse porque hacía un frío que pelaba. Ya dentro del Parque Namib-Naukluft fuimos hasta la famosa duna 45, una de las más altas del mundo. Era enorme, habíamos leído que tenía 150 m. de altura. Subimos por la cresta con la luz débil del amanecer, cuando aún no había salido el sol. La arena estaba blanda y costaba andar. Éramos los primeros en pisarla y no se veían más huellas que las de los animales, tal vez hienas o chacales y algún tipo de roedor. También habitan el parque avestruces, antílopes como el órix y gacelas.





El color era rojizo anaranjado, tenía una cresta bien marcada y uno de los lados de la duna se veía en sombra. El rojo se debía a la oxidación de los cristales de cuarzo que forman la arena. Contemplamos la salida del sol desde la cresta de la duna y los colores se intensificaron. Luego seguimos caminando por la parte alta bordeando otras dunas. La bajada fue fácil y divertida, la duna se deshacía en chorros de arena bajo nuestros pies.

 
 
 

El Parque Nacional Namib-Naukluft tiene una extensión de 250.000 km2, algo más de la mitad de nuestra Península Ibérica, y una antigüedad de 65 millones de años. Patrimonio de la Humanidad. Las guías y revistas de viajes lo describían de forma poética con expresiones que invitaban a conocerlo, como “océano de arena y silencio”, “esculturas móviles”. La belleza de aquel desierto rojizo superó todas las expectativas. 

Y tras la caminata repusimos fuerzas con un buen desayuno al aire libre: huevos revueltos, yogur con muesli, fruta y té. Energético para continuar el día por el desierto que guardaba otros tesoros…

 

© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego


martes, 6 de diciembre de 2011

CABO POLONIO Y LOS LOBOS MARINOS




Dicen que el paraíso existe. Para algunos está en Cabo Polonio, Uruguay. Para llegar al pueblo en la costa atlántica, la única manera durante años era en un carro de caballos a través de las dunas. Ahora hay camiones que te llevan en el tramo final.
El pueblo lo forman casitas dispersas alrededor de un faro que inmortalizó Jorge Drexler en su canción “Doce segundos de oscuridad”, el tiempo que tarda el faro en dar la vuelta.

Por detrás del faro, en una zona rocosa, habita una colonia de lobos marinos. Estaban muy tranquilos, tumbados al sol, y no se inmutaban ni por los embates de las olas que rompían en espuma. Había un león marino enorme, el macho, de pelo rojizo. Los lobos eran algo más pequeños y oscuros. Alguno se mimetizaba con la roca. Despedían un fuerte olor.





De vez en cuando dos de ellos se peleaban y emitían ruidos fuertes levantando el morro. Hubo un momento en que se sobresaltaron y se levantaron todos alzando el morro puntiagudo, como olfateando en el aire la presencia de dos extraños.
Se distinguían sus bigotes blancos y los ojillos negros brillantes. Vimos alguno caminar oscilante sobre sus aletas para arrojarse al mar, emergiendo con la piel reluciente.

El origen de Cabo Polonio fue una base para la explotación de lobos marinos, por la piel y otros subproductos. Actualmente está suspendida y la última captura fue en el invierno de 1991.
Estuvimos un par de tardes observando a los lobos entre un silencio sólo interrumpido por sus gruñidos esporádicos y por el sonido de las olas. Fue un lujo poder contemplarlos desde tan cerca en su hábitat natural. Drexler decía que lo importante del faro no era la luz, sino la oscuridad; es un poeta. Lo importante de Cabo Polonio es que estando en él todo parece perder importancia, y la Naturaleza cobra importancia allí.


© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

jueves, 1 de diciembre de 2011

LAS DUNAS DEL POLONIO




El dueño de nuestro pequeño hotel en Cabo Polonio se llamaba Alfredo. En nuestras charlas y en sus gestos demostró una cierta ironía con toques poéticos. Por ejemplo en una de las dunas frente al mar Atlántico habían colocado un viejo televisor plantado en la arena: un guiño uruguayo. El televisor se veía desde las hamacas del porche, mientras contemplábamos la puesta de sol. Creo que era la mejor programación posible.

La duna del televisor no era la única. En el pueblo estaba el complejo dunar más importante del sur americano, según leímos. Pero curiosamente sus 40km2 de extensión corrían alto riesgo de desaparecer por los planes de forestación que impedirían la libre movilidad de las dunas. Hasta para eso eran originales los pobladores del Polonio, no querían perder sus bellas dunas por verde vegetación.




Siguiendo la playa junto al mar encontramos las primeras dunas doradas. Eran onduladas, con suaves pendientes. Algunas tenían una altura considerable, llegar a la cima suponía convertirse en un puntito para el que esperaba abajo. Después de subir y bajar por unas cuantas dunas, seguimos caminando por la llamada Playa de la Calavera, hasta llegar al llamado Cerro Buena Vista, con grandes rocas de formas curiosas.
Lenguas de mar se adentraban en la arena empujadas por el viento, y se formaban olas constantes de crestas espumosas. Era una costa bastante salvaje. De regreso al acogedor hotel, nos tumbamos en las hamacas y contemplamos la puesta de sol junto al viejo televisor, todo un símbolo difícil de olvidar.



© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego