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lunes, 31 de octubre de 2016
domingo, 30 de octubre de 2016
PALACIOS ORIENTALES DE JIVA
Seguimos nuestro
recorrido por las calles de Jiva visitando el Palacio Tosh-hovli, que significaba “Casa
de Piedra”. Tenía muros exteriores con almenas. Lo contruyó el Khan Allakulli
entre 1832 y 1841. Tenía más de 150 habitaciones y nueve patios. El Khan ordenó
ejecutar al arquitecto cuando no consiguió finalizar la obra en dos años. Se
visitaban algunas de las habitaciones con una decoración suntuosa. En la más
completa había una cama con dosel, rodeada por un trono, un gran samovar, un atril con un libro y otros objetos ornamentales.
Entramos en una casa
museo que había sido una escuela tenía fotos antiguas de los alumnos y la vida
en la ciudad. Me fascinaron aquellas fotos en blanco y negro, aquellos rostros,
las indumentarias y los detalles. Los hombres usaban los grandes gorros redondos
de lana de oveja para los crudos inviernos nevados. También visitamos museos como el de
instrumentos musicales o de artesanía e historia con más fotos de la ciudad
antigua.
El Palacio Isfandiyar fue construido entre 1906 y 1912, y era el palacio
de Verano del Emir. El interior era el más lujoso que habíamos visto hasta el
momento, pese a la ausencia de muebles en la parte visitable. Las estancias
eran inmensas, palaciegas de estilo ruso, tipo Museo del Hermitage. Paredes
serigrafiadas con dibujos en relieve, techos trabajados con artesonados en
madera y murales, grandes lámparas de candelabro, una de ellas pesaba 50kg. Había
una sala con varios espejos de 4m. de altura. Pero lo que más destacaba del
Palacio Isfandiyar eran las grandes chimeneas de cerámica holandesa colorida en
cada sala. Eran preciosas. Lujo oriental en la Ruta de la Seda.
Y para acabar el día
cenamos en una antigua madrasa el plato nacional uzbeko, plov, un aromático arroz con zanahoria, carne y pasas, berenjenas con tomate y yogurt de postre. Al
salir, en el patio alfombrado de una casa cercana al palacio encontramos un
niño vestido con terciopelo como un
pequeño príncipe, un digno heredero de los khanes del pasado.
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jueves, 10 de septiembre de 2015
MERCADOS FLOTANTES DE BANGLADESH
La llegada al mercado flotante de vegetales de Baithakhati
fue espectacular. El río arrastraba verdes plantas acuáticas, entre las que se
deslizaban las barcas. Era una escena ancestral, que transcurría como hacía
siglos. El día estaba grisáceo y con neblina, y eso le añadía un aspecto más
irreal. Nos vimos rodeados por grandes barcazas que exhibían en su fondo
productos vegetales de todo tipo: calabazas, berenjenas coliflores, pepinos,
tomates…Los barqueros eran hombres, no había ni una sola mujer, ni siquiera
entre los compradores.
Vestían faldones, el
casquete musulmán o pañuelos enrollados en la cabeza, y lucían largas barbas
blancas o rojizas, teñidas de alheña. Estaban de pie sobre las cubiertas, manejando
sus pértigas para desplazarse, y todos miraban fijamente en dirección a nuestra
barca. Cruzaban las manos a la espalda y algunos sonreían. Uno más joven me
hizo una foto con su móvil. Aproveché para hacer una serie de retratos de
rostros musulmanes.
Las barcas estaban muy próximas y podía saltarse de una a otra. Una de las barcas
vendía té y pastas tipo tortita con dulce de melaza. Mientras lo tomábamos nos
hicieron unas cuantas fotografías. Éramos nosotros los observados. No había un
solo turista y por la expectación que despertamos parecía que no se dejaban
caer a menudo por allí. Estaban realmente sorprendidos.
Para redondear el día
vimos el mercado de arroz de Banaripara,
que era el que recomendaban las guías. Pero como el arroz estaba en sacos o en
cestas no era tan vistoso y colorido como el mercado de vegetales.
Fue un privilegio y una
sensación especial estar inmersos en medio del mercado flotante, como
espectadores de su vida cotidiana.
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domingo, 31 de agosto de 2014
DETALLES TIBETANOS
Las mujeres tibetanas tradicionales llevan un peinado
con diminutas trencitas anudadas en la espalda y sujetas por pasadores
de plata con adornos de pedrería. Algunas llevan el pelo untado con mantequilla
de yak, y trenzado en 108 tiras finas y largas. Según leímos, el 108 es un
número sagrado para los budistas.
El coral rojo y la turquesa, que utilizan en los pasadores y cinturones, son piedras autóctonas. En los puestos de artesanía de Lhasa se venden muchas de estas joyas, que adornaron en sus mejores tiempos a las mujeres nómadas tibetanas.
El coral rojo y la turquesa, que utilizan en los pasadores y cinturones, son piedras autóctonas. En los puestos de artesanía de Lhasa se venden muchas de estas joyas, que adornaron en sus mejores tiempos a las mujeres nómadas tibetanas.
Los niños llevan una abertura en el trasero del pantalón para que hagan sus necesidades sin mancharse la ropa. Algunos llevaban pañales que se veían a través de la obertura. Encontré uno de ellos en una calle, y seguí a la madre y el hijo entre la muchedumbre, pero me resultó difícil conseguir la fotografía entre el gentío, y la logré pero borrosa. Habíamos visto aquello en otros países asiáticos, pero en el clima frío del Tibet nos sorprendió más.
En los mercados
tibetanos pueden verse esqueletos de animales colgando y aireándose en
espera de comprador. La carne de yak, seca y de sabor fuerte, es la más
gustosa, pero no se suele servir mucha cantidad en las raciones habituales. El
consumo de carne de los tibetanos es reducido comparado con el de un
occidental. Siglos de carencias y austeridad todavía son determinantes en su
dieta.
Las mesas de
billar están en las calles al aire libre. Hay una auténtica afición
por este juego, introducido por los chinos. Por la noche las tapan con un
plástico sujeto con piedras, que las protege algo del polvo y de las escasas
lluvias. Los niños eran unos entusiastas espectadores.
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EL FERROCARRIL BEIJING – TIBET
Este viaje empezó hace
muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en
Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir
aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de
tradición budista. Y llegó el momento.
Compramos el billete
por internet a través de una agencia china que nos tramitó los permisos de
entrada al Tibet. A finales de septiembre, la misma tarde que llegamos cogimos
el tren Beijing-Lhasa (lo llaman Qinghai-Tibet),
de quince vagones. Nos tocó el vagón 12 y cada vez que íbamos al vagón
restaurante teníamos que recorrer cuatro vagones. El ambiente en el tren
era digno de verse, casi ningún extranjero, muchos chinos, y en la parada de Xining subieron un montón de monjes
tibetanos con la túnica granate y mujeres con trenzas y la vestimenta típica
tibetana. Una de ellas, una anciana con sombrero y trencitas, se quedó en
nuestro compartimento. Era la madre de un monje que viajaba en tercera clase, y
de vez en cuando venía a verla y preguntarle si necesitaba algo. Se notaba que
la trataba con cariño y respeto.
Nuestro compartimento
era de seis literas y nos tocaron las de en medio, que son más prácticas si
quieres hacer una siestecita de día. El trayecto fue de más de 4000km. que tardamos 45 horas en recorrer. Los chinos se
pasaron el viaje tomando té, y comiendo pipas y noodles, los fideos chinos precocinados a los que
añadían agua hirviendo. Javier y yo leímos, escribimos y jugamos a cartas, que
por cierto provocaron la curiosidad de los chinos durante todo el viaje. Y
sobre todo miramos, hacia fuera y hacia dentro.
La línea sólo tenía
cinco años, según nos dijeron, antes no llegaba hasta Lhasa. Podría decirse que
es un Transtibetano. El paisaje era
precioso, un anticipo de lo que íbamos a ver. Atravesamos la meseta tibetana, colinas áridas, altas montañas con los
picos nevados, y a sus pies se extendían praderas verdes con lagunas y rebaños
de yaks de pelo negro. Vimos grupos de casas aisladas y algunas tiendas nómadas lejanas con banderolas
de oración de colores. La temperatura
exterior osciló entre 3º y 10º. El tren tenía tomas de oxigeno que se
disparaban de vez en cuando por la altitud. El puerto más alto que pasamos fue
a 5072m, 200m. más alto que el ferrocarril peruano de los Andes. Estábamos en el techo del mundo.
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RETRATOS DEL TIBET
Siempre me han gustado
los retratos de gente, porque dicen mucho sobre el lugar y sobre la vida. Los
rostros de los tibetanos tenían la piel curtida por el sol, rasgos de pómulos
marcados y ojos rasgados.
Encontramos a la
anciana por las calles de Shigatse, a unos 247 km. de Lhasa. Le sorprendió que
una occidental mostrara interés por ella. La fotografié con su sonrisa pícara y
cómplice, y me dijo por gestos que fotografiara también su calzado nuevo. Eran
los botines de lana que fabrican los monjes del Monasterio de Tashilumpo. Su
rostro estaba surcado de arrugas, pero mantenía los pómulos tersos y la sonrisa
joven.
La niña de las trenzas
llevaba a su hermano a la espalda, entre juegos. También se sorprendió al
vernos. Tenía la expresión seria y las mejillas coloreadas por el frío
tibetano.
El monje vestía la túnica granate de los monjes tibetanos, con el hombro al descubierto, pese al fresco del ambiente. En otros países budistas del sudeste asiático la túnica es de color naranja azafrán, en todas sus tonalidades. Descansaba junto a un árbol en una de las plazoletas de su monasterio. No le molestó que le hiciera la foto, tal vez porque percibió mi curiosidad respetuosa.
El personaje flaco del
sombrero y barba canosa era un peregrino tibetano, con cierto aire hippy y
bohemio. Llevaba pendientes de turquesa, la piedra autóctona de Tibet, y coral.
Deambulaba entre los monjes con un morral cargado de quién sabe qué. Me quedé
con las ganas de mantener una conversación con él, qué edad tenía, qué hacía en
la vida, hacia dónde iba. Pero él intuyó todas mis preguntas no formuladas, y
me regaló otra sonrisa.
Todos ellos, y muchos
otros, formaron parte de mi viaje a Tibet.
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viernes, 31 de agosto de 2012
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