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domingo, 30 de octubre de 2016

PALACIOS ORIENTALES DE JIVA




Seguimos nuestro recorrido por las calles de Jiva visitando el Palacio Tosh-hovli, que significaba “Casa de Piedra”. Tenía muros exteriores con almenas. Lo contruyó el Khan Allakulli entre 1832 y 1841. Tenía más de 150 habitaciones y nueve patios. El Khan ordenó ejecutar al arquitecto cuando no consiguió finalizar la obra en dos años. Se visitaban algunas de las habitaciones con una decoración suntuosa. En la más completa había una cama con dosel, rodeada por un trono, un gran samovar, un atril con un libro y otros objetos ornamentales.


Entramos en una casa museo que había sido una escuela tenía fotos antiguas de los alumnos y la vida en la ciudad. Me fascinaron aquellas fotos en blanco y negro, aquellos rostros, las indumentarias y los detalles. Los hombres usaban los grandes gorros redondos de lana de oveja para los crudos inviernos nevados. También visitamos museos como el de instrumentos musicales o de artesanía e historia con más fotos de la ciudad antigua.





El Palacio Isfandiyar fue construido entre 1906 y 1912, y era el palacio de Verano del Emir. El interior era el más lujoso que habíamos visto hasta el momento, pese a la ausencia de muebles en la parte visitable. Las estancias eran inmensas, palaciegas de estilo ruso, tipo Museo del Hermitage. Paredes serigrafiadas con dibujos en relieve, techos trabajados con artesonados en madera y murales, grandes lámparas de candelabro, una de ellas pesaba 50kg. Había una sala con varios espejos de 4m. de altura. Pero lo que más destacaba del Palacio Isfandiyar eran las grandes chimeneas de cerámica holandesa colorida en cada sala. Eran preciosas. Lujo oriental en la Ruta de la Seda.




Y para acabar el día cenamos en una antigua madrasa el plato nacional uzbeko, plov, un aromático arroz con zanahoria, carne y pasas, berenjenas con tomate y yogurt de postre. Al salir, en el patio alfombrado de una casa cercana al palacio encontramos un niño vestido con terciopelo como un  pequeño príncipe, un digno heredero de los khanes del pasado.

© Copyright 2016 Nuria Millet Gallego





jueves, 10 de septiembre de 2015

RETRATOS DE BANGLADESH

 
 
 










MERCADOS FLOTANTES DE BANGLADESH


 

La llegada al mercado flotante de vegetales de Baithakhati fue espectacular. El río arrastraba verdes plantas acuáticas, entre las que se deslizaban las barcas. Era una escena ancestral, que transcurría como hacía siglos. El día estaba grisáceo y con neblina, y eso le añadía un aspecto más irreal. Nos vimos rodeados por grandes barcazas que exhibían en su fondo productos vegetales de todo tipo: calabazas, berenjenas coliflores, pepinos, tomates…Los barqueros eran hombres, no había ni una sola mujer, ni siquiera entre los compradores.






Vestían faldones, el casquete musulmán o pañuelos enrollados en la cabeza, y lucían largas barbas blancas o rojizas, teñidas de alheña. Estaban de pie sobre las cubiertas, manejando sus pértigas para desplazarse, y todos miraban fijamente en dirección a nuestra barca. Cruzaban las manos a la espalda y algunos sonreían. Uno más joven me hizo una foto con su móvil. Aproveché para hacer una serie de retratos de rostros musulmanes.




Las barcas estaban muy próximas y podía saltarse de una a otra. Una de las barcas vendía té y pastas tipo tortita con dulce de melaza. Mientras lo tomábamos nos hicieron unas cuantas fotografías. Éramos nosotros los observados. No había un solo turista y por la expectación que despertamos parecía que no se dejaban caer a menudo por allí. Estaban realmente sorprendidos.

Para redondear el día vimos el mercado de arroz de Banaripara, que era el que recomendaban las guías. Pero como el arroz estaba en sacos o en cestas no era tan vistoso y colorido como el mercado de vegetales.

Fue un privilegio y una sensación especial estar inmersos en medio del mercado flotante, como espectadores de su vida cotidiana.





© Copyright 2015 Nuria Millet Gallego

domingo, 31 de agosto de 2014

DETALLES TIBETANOS


 
Las mujeres tibetanas tradicionales llevan un peinado con diminutas trencitas anudadas en la espalda y sujetas por pasadores de plata con adornos de pedrería. Algunas llevan el pelo untado con mantequilla de yak, y trenzado en 108 tiras finas y largas. Según leímos, el 108 es un número sagrado para los budistas.

El coral rojo y la turquesa, que utilizan en los pasadores y cinturones, son piedras autóctonas. En los puestos de artesanía de Lhasa se venden muchas de estas joyas, que adornaron en sus mejores tiempos a las mujeres nómadas tibetanas.

 
 


Los niños llevan una abertura en el trasero del pantalón para que hagan sus necesidades sin mancharse la ropa. Algunos llevaban pañales que se veían a través de la obertura. Encontré uno de ellos en una calle, y seguí a la madre y el hijo entre la muchedumbre, pero me resultó difícil conseguir la fotografía entre el gentío, y la logré pero borrosa. Habíamos visto aquello en otros países asiáticos, pero en el clima frío del Tibet nos sorprendió más.


 


 

En los mercados tibetanos pueden verse esqueletos de animales colgando y aireándose en espera de comprador. La carne de yak, seca y de sabor fuerte, es la más gustosa, pero no se suele servir mucha cantidad en las raciones habituales. El consumo de carne de los tibetanos es reducido comparado con el de un occidental. Siglos de carencias y austeridad todavía son determinantes en su dieta.


 
 

Las mesas de billar están en las calles al aire libre. Hay una auténtica afición por este juego, introducido por los chinos. Por la noche las tapan con un plástico sujeto con piedras, que las protege algo del polvo y de las escasas lluvias. Los niños eran unos entusiastas espectadores.

 
 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


EL FERROCARRIL BEIJING – TIBET

 
Este viaje empezó hace muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista. Y llegó el momento.

Compramos el billete por internet a través de una agencia china que nos tramitó los permisos de entrada al Tibet. A finales de septiembre, la misma tarde que llegamos cogimos el tren Beijing-Lhasa (lo llaman Qinghai-Tibet), de quince vagones. Nos tocó el vagón 12 y cada vez que íbamos al vagón restaurante teníamos que recorrer cuatro vagones. El ambiente en el tren era digno de verse, casi ningún extranjero, muchos chinos, y en la parada de Xining subieron un montón de monjes tibetanos con la túnica granate y mujeres con trenzas y la vestimenta típica tibetana. Una de ellas, una anciana con sombrero y trencitas, se quedó en nuestro compartimento. Era la madre de un monje que viajaba en tercera clase, y de vez en cuando venía a verla y preguntarle si necesitaba algo. Se notaba que la trataba con cariño y respeto.



Nuestro compartimento era de seis literas y nos tocaron las de en medio, que son más prácticas si quieres hacer una siestecita de día. El trayecto fue de más de 4000km. que tardamos 45 horas en recorrer. Los chinos se pasaron el viaje tomando té, y comiendo pipas y noodles, los fideos chinos precocinados a los que añadían agua hirviendo. Javier y yo leímos, escribimos y jugamos a cartas, que por cierto provocaron la curiosidad de los chinos durante todo el viaje. Y sobre todo miramos, hacia fuera y hacia dentro.
La línea sólo tenía cinco años, según nos dijeron, antes no llegaba hasta Lhasa. Podría decirse que es un Transtibetano. El paisaje era precioso, un anticipo de lo que íbamos a ver. Atravesamos la meseta tibetana, colinas áridas, altas montañas con los picos nevados, y a sus pies se extendían praderas verdes con lagunas y rebaños de yaks de pelo negro. Vimos grupos de casas aisladas y algunas tiendas nómadas lejanas con banderolas de oración de colores. La temperatura exterior osciló entre 3º y 10º. El tren tenía tomas de oxigeno que se disparaban de vez en cuando por la altitud. El puerto más alto que pasamos fue a 5072m, 200m. más alto que el ferrocarril peruano de los Andes. Estábamos en el techo del mundo.
  


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

RETRATOS DEL TIBET

 

 

Siempre me han gustado los retratos de gente, porque dicen mucho sobre el lugar y sobre la vida. Los rostros de los tibetanos tenían la piel curtida por el sol, rasgos de pómulos marcados y ojos rasgados.

Encontramos a la anciana por las calles de Shigatse, a unos 247 km. de Lhasa. Le sorprendió que una occidental mostrara interés por ella. La fotografié con su sonrisa pícara y cómplice, y me dijo por gestos que fotografiara también su calzado nuevo. Eran los botines de lana que fabrican los monjes del Monasterio de Tashilumpo. Su rostro estaba surcado de arrugas, pero mantenía los pómulos tersos y la sonrisa joven.

La niña de las trenzas llevaba a su hermano a la espalda, entre juegos. También se sorprendió al vernos. Tenía la expresión seria y las mejillas coloreadas por el frío tibetano.


 
El monje vestía la túnica granate de los monjes tibetanos, con el hombro al descubierto, pese al fresco del ambiente. En otros países budistas del sudeste asiático la túnica es de color naranja azafrán, en todas sus tonalidades. Descansaba junto a un árbol en una de las plazoletas de su monasterio. No le molestó que le hiciera la foto, tal vez porque percibió mi curiosidad respetuosa.


 

 
El personaje flaco del sombrero y barba canosa era un peregrino tibetano, con cierto aire hippy y bohemio. Llevaba pendientes de turquesa, la piedra autóctona de Tibet, y coral. Deambulaba entre los monjes con un morral cargado de quién sabe qué. Me quedé con las ganas de mantener una conversación con él, qué edad tenía, qué hacía en la vida, hacia dónde iba. Pero él intuyó todas mis preguntas no formuladas, y me regaló otra sonrisa.

Todos ellos, y muchos otros, formaron parte de mi viaje a Tibet.


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego