Regresamos a África,
imposible escapar a su llamada. Esta vez a Namibia. Dormimos en Sesriem y dejamos
el campamento a las cinco de la madrugada para ver la salida del sol desde las
dunas. Había que abrigarse porque hacía un frío que pelaba. Ya dentro del
Parque Namib-Naukluft fuimos hasta la famosa duna 45, una de las más altas del
mundo. Era enorme, habíamos leído que tenía 150 m. de altura. Subimos por la
cresta con la luz débil del amanecer, cuando aún no había salido el sol. La
arena estaba blanda y costaba andar. Éramos los primeros en pisarla y no se
veían más huellas que las de los animales, tal vez hienas o chacales y algún
tipo de roedor. También habitan el parque avestruces, antílopes como el órix y
gacelas.
El color era rojizo
anaranjado, tenía una cresta bien marcada y uno de los lados de la duna se veía
en sombra. El rojo se debía a la oxidación de los cristales de cuarzo que
forman la arena. Contemplamos la salida del sol desde la cresta de la duna y
los colores se intensificaron. Luego seguimos caminando por la parte alta
bordeando otras dunas. La bajada fue fácil y divertida, la duna se deshacía en
chorros de arena bajo nuestros pies.
El Parque Nacional
Namib-Naukluft tiene una extensión de 250.000 km2, algo más de la
mitad de nuestra Península Ibérica, y una antigüedad de 65 millones de años. Patrimonio de la Humanidad. Las
guías y revistas de viajes lo describían de forma poética con expresiones que
invitaban a conocerlo, como “océano de arena y silencio”, “esculturas móviles”.
La belleza de aquel desierto rojizo superó todas las expectativas.
Y tras la caminata
repusimos fuerzas con un buen desayuno al aire libre: huevos revueltos, yogur
con muesli, fruta y té. Energético para continuar el día por el desierto que
guardaba otros tesoros…
© Copyright 2012 Nuria Millet
Gallego