Japón es un país
volcánico, por lo que tiene numerosos baños termales. Son baños tradicionales
que reciben el nombre de onsen. Me resultó curioso comprobar que hasta los
monos tenían su propio onsen natural. Desde Nagano cogimos un tren hasta
Yudanaka, un trayecto de una hora. Y en Yudanaka un autobús nos llevó en diez
minutos al área del Parque de Jigokudani. Caminamos envueltos en niebla a
través de un sendero en el bosque, durante dos kilómetros. Las brumas le daban
un aire fantasmagórico. Al rato salió algún mono a recibirnos.
La poza termal era una
piscina de agua caliente rodeada de piedras, junto a un río. Del agua emanaba
un vapor blanquecino que se confundía con la niebla. Cuando llegamos había
cinco monos en la poza, ocupados en comer unas pequeñas semillas que recogían
del fondo con sus negras manos. Tenían el pelo rubio blanquinoso, la cara muy
roja y los ojos brillantes. Nos miraban fijamente pero luego giraban la cara y
seguían ocupados en sus quehaceres. Si te interponías en su camino, se volvían
agresivos, gruñían y enseñaban los dientes, por lo que les cedíamos el paso
amablemente.
De cerca se veía que la
nariz estaba aplanada, casi no tenían cartílago. Se veían muchos por los
alrededores, bajaban de la montaña y se movían constantemente. Los vimos
grandes y pequeños, madres amamantando y transportando a sus crías, parejas
acurrucadas, machos grandes y solitarios. Su mirada era casi humana.
Leímos que era una colonia de doscientos
macacos, de una especie de los más inteligentes. Eran conocidos como los “monos
de nieve” porque durante cuatro meses vivían rodeados de nieve. El río bajaba
con fuerza, con chorros de espuma blanca, y sus aguas estaban heladas. Los
monos preferían las aguas calientes de la poza, que les ayudaban a soportar la
dureza del invierno japonés. Pensé que no había mejor muestra de inteligencia y
de adaptación al medio que esa.
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Millet Gallego