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sábado, 24 de octubre de 2009

LAS MINAS DE POTOSÍ


 

 


Uno de los recuerdos más impactantes del viaje a Bolivia será sin duda la visita a las minas del Cerro Rico en Potosí. Las minas fueron descubiertas por los conquistadores españoles hace más de cuatrocientos años, y todo el cerro estaba horadado con galerías, con riesgo de desplome. Era un laberinto subterráneo. Habían trabajado hasta 15.000 mineros, pero en la actualidad sólo trabajaban unos 4000 mineros. Decían que como mucho quedarían diez o quince años más de explotación.

En el Mercado Minero vimos todos los artículos que compraban los mineros: botas, casco, lámparas, dinamita, mecha, cigarrillos, mascarillas...Uno de los artículos que más me sorprendió fue el Alcohol potable de 96º que bebían los mineros el primer y el último viernes del mes para ofrecer y pedir bendiciones a la Pachamama, la Madre Tierra (que falta les hacía). Alcohol potable de 96º!!! Como el de uso hospitalario para desinfectar. Y con buen gusto, según la etiqueta…No pude evitar probarlo…
 





Otro artículo imprescindible para el minero es la coca. Compraban bolsas de hojas de coca que había que mezclar con un catalizador alcalino para que desprendieran la sustancia. Hacían una bola y la masticaban todo el día para resistir el duro trabajo en la mina.

Visitamos los llamados Ingenios, las plantas donde se procesaba la plata, llenas de maquinaria polvorienta y ruidosa. En el Ingenio trituraban las piedras, las centrifugaban, las sumergían en sustancias químicas, la decantaban, secaban y finalmente obtenían el polvo de sulfato de plata. La ciudad colonial de Potosí, que es Patrimonio de la Humanidad, tenía las casas pintadas de colores intensos, tal vez para compensar el polvo y la negrura de las minas.
Después llegó el plato fuerte: la entrada en la mina. Estuvimos casi dos horas bajo tierra. En el primer tramo pudimos caminar erguidos por la galería, pero bajamos hasta el cuarto nivel y nos arrastramos y caminamos a cuatro patas por estrechas galerías. Respiramos polvo y gases tóxicos, de hecho salimos de allí con una fuerte ronquera en ese poco tiempo... 



Encontramos varios grupos de mineros trabajando. Uno eran cuatro chicos jóvenes que empujaban una vagoneta cargada por los rieles. La vagoneta podía transportar hasta dos toneladas de mineral, y con la estrechez de la galería podían suceder accidentes como ser atropellado por una de ellas, porque en muchos tramos no había lugar para esquivarla. Los chicos tenían 16 años y trabajaban entre 8 y 12 horas al día. Todos mascaban coca con la mejilla hinchada, y sonreían y hacían bromas. Eran jóvenes pero sabíamos que en la mina también trabajan niños, aunque la legislación boliviana lo prohíbe y no los vimos. 
Coincidimos con otro minero de 49 años, que llevaba 37 años trabajando allí, y estaba a punto de jubilarse; le pregunté si tenía hijos y si eran mineros. Siempre recordaré su mirada de orgullo al contestar que tenía siete hijos y que todos estudiaban.



© Copyright 2009 Nuria Millet Gallego

jueves, 1 de noviembre de 2007

USUHAIA Y LOS LAVABOS DEL FIN DEL MUNDO



En el fin del mundo se pueden encontrar cosas inesperadas. Como estos lavabos, de inequívoca indicación para ambos sexos. Palanganas metálicas como lavamanos y grifos de latón dorado. Estaban en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, en un antiguo almacén reconvertido en un acogedor restaurante repleto de antigüedades. Me recordaron a un pueblo minero.

De Ushuaia se puede escribir mucho más, sobre la imponente naturaleza, el Canal de Beagle, el Parque Nacional Tierra de Fuego, el Glaciar Martiel, los lobos marinos o los pingüinos. La ciudad del fin del mundo estaba rodeada de montañas nevadas, con una gran bahía abierta al Canal de Beagle. En el Puerto estaban atracados viejos barcos. 

Las casas de Ushuaia eran de tejados triangulares a dos aguas para la nieve, y combinaban la madera y la chapa, los materiales antiguos de construcción. Cenamos en una casa histórica que había alojado algunos presos y posteriormente fue la casa de Rafaela Ishton, la última mujer indígena, que murió en 1895. Se conservaban las paredes forradas de periódicos amarillentos, que se utilizaban como aislante para proteger del frío exterior. Otro edificio antiguo era la Legislatura Provincial, de 1894, que fue residencia del gobernador y conservaba parte de su mobiliario antiguo.




El Museo Territorial del Fin del Mundo, estaba ubicado en un edificio de 1903. Ofrecía información sobre las misiones, los naufragios y las primeras colonias penales. Lo que más nos gusto fue el almacén, una antigua tienda de alimentación a la que no faltaba detalle. Parecía una tienda del salvaje oeste, de las que salían en películas de mineros y pioneros. En los anaqueles tenía una colección de viejas botellas y todo tipo de objetos, desde un teléfono a unos anteojos o libros de contabilidad. También informaban sobre los grupos indígenas Alakauf, también llamados "ona".



Visitamos el Museo del Mundo Yámana, dedicado a los primeros pobladores indígenas. Había fotos de los indígenas y colecciones de los utensilios como arpones, puntas de flecha o cestas. Iban totalmente desnudos a pesar del frío clima. Esto nos pareció muy curioso, la explicación era que la ropa con la llovizna se humedecía rápido, y la piel untada con grasa y aceite resultaba más impermeable y se secaba antes. Además, los indígenas yámana se movían de un sitio a otro y no tenían asentamientos fijos. Cuando abandonaban sus cabañas, otros podían utilizarlas.




El Museo del Presidio era un torreón con un edificio rectangular de color crema. Leímos que tenía capacidad para 400 presos, pero llegó a albergar más de 800. Nos imaginamos las duras condiciones, con la crudeza del clima. Tuvo presos ilustres como Carlos Gardel.



En el museo leímos el origen del nombre Tierra de Fuego. Fue Magallanes quien al navegar por aquellas costas y ver numerosos fuegos, las bautizó así. En el pasado los primeros pobladores soportaron duras condiciones de vida; Ushuaia era hoy una ciudad acogedora, un refugio en el extremo sur de Patagonia.


martes, 18 de octubre de 2005

CIUDAD BOLIVAR Y LA GRAN SABANA

 

Ciudad Bolívar era una población colonial a orillas del río Orinoco. Su casco antiguo tenía bonitas casas con ventanas con verjas de hierro forjado, y fachadas pintadas en colores. Las casas del Paseo Orinoco tenían porches con algunos restaurantes de pescado. En el Mercado Carioca vendían papelón, los jugos de caña de azúcar, y de frutas. Había tiendas de ropa y zapaterías. Nos gustaron sus posadas coloniales con patio como la Posada San Carlos.


Visitamos el Museo Ciudad Bolívar en una mansión colonial con un patio porticado con plantas y ánforas grandes. Estaba dedicado a las Artes Plásticas. La obra más original era una caja con compartimentos, en la que había tubos de ensayo de laboratorio con fotos de personas dentro, y pequeños objetos simbólico. Entramos en el Palacio del Congreso, donde se había reunido Simón Bolívar con otros líderes políticos para conseguir la independencia. Por eso en todos los pueblos y ciudades había una plaza dedicada a Bolívar. Al atardecer vimos una puesta de sol en el Mirador Angostura.


Desde Ciudad Bolívar cogimos un autobús nocturno en un trayecto de pnce horas hasta Santa Elena de Uairén. Nos pararon en varios controles policiales. A las dos y a las cinco de la madrugada subieron policías armados a pedirnos los pasaportes a todos los pasajeros. Y a las siete de la mañana tuvimos que vaciar por completo todo el contenido del equipaje. 

Santa Elena de Uairén era una población del sureste de Venezuela, cercana a la frontera con Brasil. Era un pueblo minero, por todas partes se veían sitios de compraventa de oro y diamantes, con hombres de aspecto rudo en la entrada. Curioseamos los comercios, la mayoría de ropa, licorerías y de carne, pescado o verduras.

Allí contratamos una excursión de un par de días para ir a la Gran Sabana con Ricardo, un loco maravilloso que nos hizo de guía. Dijo que el 80% de la excursión sería agua, y así fue, nos pasamos casi todo el tiempo en remojo, bañándonos en ríos y cascadas.

Fuimos al Arapena Meru (Meru significa cascada en lenguaje indígena), un salto de unos 100m de ancho, donde el agua caía espumosa y con fuerza, en chorros blancos y fangosos. Ricardo dijo que pasaríamos por detrás. Fue increíble. Dejamos las sandalias y las cámaras y nos pusimos los calcetines para no resbalar en las rocas. Nos metimos en un estrecho pasillo de rocas, por detrás de la cortina de agua que caía a chorros. Allí estábamos empapados, riendo y colocándonos bajo los chorros de agua, como una ducha potente. En algunos tramos tuvimos que agacharnos entre las rocas, con el agua al cuello, y en otros saltar y trepar en aquel estrecho pasillo. Recorrimos unos 50m por detrás de la cascada. Fue alucinante y salimos eufóricos.

Cascadas Arapena Meru. Pasamos por detrás de los chorros de agua

Para llegar al Salto de Aguas Frías hicimos una buena caminata bajando un cañón hasta los pies de la poza natural que formaba la cascada. Las aguas hacían honor a su nombre y estaban muy frías. Ricardo nos aconsejó quedarnos en calcetines para subir a las resbaladizas rocas con musgo, y tirarse desde ellas. Los calcetines ayudaban a que el pie se adhiriese a la superficie. Jugamos, reímos y nos bañamos.

El final de la excursión del día fue el Tobogán Soroapa. Era una quebrada de rocas de color rosado y rojizo, de jaspe. Allí podía deslizarse el cuerpo, dejándose arrastrar por el agua, como un tobogán acuático. Había que levantar la cabeza y colocar las manos en el pecho para no hacerse daño. 

La Quebrada del Jaspe tenía tonos rojizos, anaranjados y en algunas zonas amarillo con vetas negras. A esa parte la llamaban la piel del tigre, por su similitud. Con el sol los colores del jaspe eran más intensos. Los tepuis nos rodearon todo el día, eran formaciones rocosas de paredes verticales y cumbres planas, tipo meseta del altiplano. Por la mañana temprano eran azules, y con la luz del día iban cambiando al verde oscuro. Decían que eran las formaciones más antiguas de la tierra, con millones de años de antigüedad, y que por las dificultades de acceso a su cima la flora y fauna eran únicas, permanecían intactas. 



Al día siguiente fuimos a la misión Kavanayán y al Kamá Meru (Salto Kamá), una catarata de 50m de altitud. Para llegar alquilamos una barca por el río, un trayecto relajante contemplando la vegetación de las orillas. El Salto Kamá era espectacular. Pudimos acercarnos a la base y quedamos envueltos en la luvia de finas gotas que desprendía. Los chorros caían espumosos, blancos y dorados. Volvimos a Santa Elena con arañazos, magulladuras y picaduras de jején, el mosquito conocido como puri-puri. Pero fue una excursión fantástica y disfrutamos mucho con Ricardo, nuestro loco maravilloso, que nos contó mil historias y nos contagió su entusiasmo.