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jueves, 31 de mayo de 2012

EL PUEBLO QUE SE TRAGÓ EL DESIERTO

 

 

Así fue.

Suelos de tablones de madera alfombrados y mobiliario de una casa de la burguesía europea. Pero aquello era África. Eran las casas de los ingenieros de minas que vinieron a explotar los yacimientos de diamantes de Namibia.

El pueblo era Kalmanskop, a 10km. de Luderitz. La llamaban la ciudad fantasma porque había sido abandonada en 1956, tras la caída de la demanda de diamantes en la I Guerra Mundial.




Y así se transformó.

Un pueblo engullido por el desierto. Al ser abandonado, la arena invadió las calles, las casas, el hospital, la escuela…En algunas habitaciones la arena llegaba hasta el techo formando pirámides. De hecho, a veces entramos en las casas por la ventana.

Habían restaurado algunos interiores y el edificio del teatro. En medio de lo que fue una calle una bañera formaba una escena surrealista.

 

En Luderitz vimos el autobús que transportaba a los mineros en la actualidad. Les pregunté cuántas horas trabajaban y contestaron que de ocho a cinco. Horario de oficinista, muy civilizado, habría que ver las condiciones de trabajo. Nos hubiera gustado visitar la mina, pero no estaba permitido. De hecho, todo el perímetro era Sperrgebiet, zona prohibida hasta el río Orange, por ser rica en diamantes. En el pasado había carteles que advertían de que entrar en la zona prohibida se penalizaba con una multa de 500 libras o un año de cárcel.




Ahora seguía estando prohibido, pero las circunstancias habían cambiado. La Consolidated Diamond Mines (CDM) administrada por el sudafricano De Beers asumió el control y monopolio durante años. Al hacerse públicas los conflictos y penosas condiciones en que se conseguían los llamados “diamantes de sangre”, objeto de tráfico internacional, se creó el Certificado Kimberley. Era como una garantía ética de que la procedencia de los diamantes era legal.
Aún así, no me gustan los diamantes, nunca me han gustado; son un símbolo de algo que no va conmigo. Lo que me gusta es viajar y conocer historias como la de este pueblo abandonado.

 

© Copyright 2012 Nuria Millet Gallego

martes, 18 de octubre de 2005

CIUDAD BOLIVAR Y LA GRAN SABANA

 

Ciudad Bolívar era una población colonial a orillas del río Orinoco. Su casco antiguo tenía bonitas casas con ventanas con verjas de hierro forjado, y fachadas pintadas en colores. Las casas del Paseo Orinoco tenían porches con algunos restaurantes de pescado. En el Mercado Carioca vendían papelón, los jugos de caña de azúcar, y de frutas. Había tiendas de ropa y zapaterías. Nos gustaron sus posadas coloniales con patio como la Posada San Carlos.


Visitamos el Museo Ciudad Bolívar en una mansión colonial con un patio porticado con plantas y ánforas grandes. Estaba dedicado a las Artes Plásticas. La obra más original era una caja con compartimentos, en la que había tubos de ensayo de laboratorio con fotos de personas dentro, y pequeños objetos simbólico. Entramos en el Palacio del Congreso, donde se había reunido Simón Bolívar con otros líderes políticos para conseguir la independencia. Por eso en todos los pueblos y ciudades había una plaza dedicada a Bolívar. Al atardecer vimos una puesta de sol en el Mirador Angostura.


Desde Ciudad Bolívar cogimos un autobús nocturno en un trayecto de pnce horas hasta Santa Elena de Uairén. Nos pararon en varios controles policiales. A las dos y a las cinco de la madrugada subieron policías armados a pedirnos los pasaportes a todos los pasajeros. Y a las siete de la mañana tuvimos que vaciar por completo todo el contenido del equipaje. 

Santa Elena de Uairén era una población del sureste de Venezuela, cercana a la frontera con Brasil. Era un pueblo minero, por todas partes se veían sitios de compraventa de oro y diamantes, con hombres de aspecto rudo en la entrada. Curioseamos los comercios, la mayoría de ropa, licorerías y de carne, pescado o verduras.

Allí contratamos una excursión de un par de días para ir a la Gran Sabana con Ricardo, un loco maravilloso que nos hizo de guía. Dijo que el 80% de la excursión sería agua, y así fue, nos pasamos casi todo el tiempo en remojo, bañándonos en ríos y cascadas.

Fuimos al Arapena Meru (Meru significa cascada en lenguaje indígena), un salto de unos 100m de ancho, donde el agua caía espumosa y con fuerza, en chorros blancos y fangosos. Ricardo dijo que pasaríamos por detrás. Fue increíble. Dejamos las sandalias y las cámaras y nos pusimos los calcetines para no resbalar en las rocas. Nos metimos en un estrecho pasillo de rocas, por detrás de la cortina de agua que caía a chorros. Allí estábamos empapados, riendo y colocándonos bajo los chorros de agua, como una ducha potente. En algunos tramos tuvimos que agacharnos entre las rocas, con el agua al cuello, y en otros saltar y trepar en aquel estrecho pasillo. Recorrimos unos 50m por detrás de la cascada. Fue alucinante y salimos eufóricos.

Cascadas Arapena Meru. Pasamos por detrás de los chorros de agua

Para llegar al Salto de Aguas Frías hicimos una buena caminata bajando un cañón hasta los pies de la poza natural que formaba la cascada. Las aguas hacían honor a su nombre y estaban muy frías. Ricardo nos aconsejó quedarnos en calcetines para subir a las resbaladizas rocas con musgo, y tirarse desde ellas. Los calcetines ayudaban a que el pie se adhiriese a la superficie. Jugamos, reímos y nos bañamos.

El final de la excursión del día fue el Tobogán Soroapa. Era una quebrada de rocas de color rosado y rojizo, de jaspe. Allí podía deslizarse el cuerpo, dejándose arrastrar por el agua, como un tobogán acuático. Había que levantar la cabeza y colocar las manos en el pecho para no hacerse daño. 

La Quebrada del Jaspe tenía tonos rojizos, anaranjados y en algunas zonas amarillo con vetas negras. A esa parte la llamaban la piel del tigre, por su similitud. Con el sol los colores del jaspe eran más intensos. Los tepuis nos rodearon todo el día, eran formaciones rocosas de paredes verticales y cumbres planas, tipo meseta del altiplano. Por la mañana temprano eran azules, y con la luz del día iban cambiando al verde oscuro. Decían que eran las formaciones más antiguas de la tierra, con millones de años de antigüedad, y que por las dificultades de acceso a su cima la flora y fauna eran únicas, permanecían intactas. 



Al día siguiente fuimos a la misión Kavanayán y al Kamá Meru (Salto Kamá), una catarata de 50m de altitud. Para llegar alquilamos una barca por el río, un trayecto relajante contemplando la vegetación de las orillas. El Salto Kamá era espectacular. Pudimos acercarnos a la base y quedamos envueltos en la luvia de finas gotas que desprendía. Los chorros caían espumosos, blancos y dorados. Volvimos a Santa Elena con arañazos, magulladuras y picaduras de jején, el mosquito conocido como puri-puri. Pero fue una excursión fantástica y disfrutamos mucho con Ricardo, nuestro loco maravilloso, que nos contó mil historias y nos contagió su entusiasmo.