Habíamos llegado a Man tras interminables horas de autobús desde Abidján, la capital de Costa de Marfil. El trayecto estuvo amenizado por los vendedores ambulantes de las paradas, que elevaban sus mercancías hasta la ventanilla y nos ofrecían baguettes, huevos duros, plátanos, pollo frito y bebidas varias en bolsas de plástico.
Desde Man hicimos una
excursión de un día a las cascadas. Pasamos por un pueblo de casas de adobe.
Las mujeres extendían el café o el grano en esteras tendidas en el suelo, para
que se secaran al sol. Algunas acarreaban grandes palanganas en la cabeza,
transportando comida. Otras llevaban grandes haces de leña que pesaban un
montón de kilos, y sin embargo, caminaban erguidas y con elegancia.
Los niños jugaban y nos gritaban “cui-cui” que significa blanco. La gente hacía vida fuera de sus casas. Las madres hacían trencitas a las niñas y las adornaban con cuentas de colores. Todos nos saludaban con un educado “Bonjour, madame”, “Bonjour, monsieur”.
Las cascadas más
famosas de la zona eran las Cascadas
Zapledeu, pero pertenecían a otro municipio y los alcaldes estaban
enfrentados, por lo que habían cerrado el acceso temporalmente. Así que tuvimos
que ir a otras cascadas. Caminamos por un estrecho sendero, por el que
revoloteaban mariposas negras y azules, y con las vistas del llamado “Diente de Man”. El Diente de Man era una montaña rocosa con forma
picuda.
© Copyright 2019 Nuria Millet Gallego