Sabang nos gustó desde el primer momento. Era un pueblecito diminuto con casas de caña y madera, una iglesia de misión católica, una prisión vacía y una pista de basket.
La playa era preciosa, bordeada de altas montañas en diferentes planos. Desde el agua se veía primero las hileras de palmeras, después grandes árboles, montañas de vegetación verde y la silueta de otras montañas difuminadas por la niebla. En el mar esperaban las barcas, con brazos de madera laterales, para estabilizarlas. Parecían arañas o cangrejos, reposando en la superficie del mar.
En la Oficina de
Información y Turismo de Sabang tramitamos el permiso de entrada al Parque
Nacional de San Paul. La excursión se podía hacer en barco o caminando por
la jungla. Decidimos ir caminando y volver en barco. Eran unos 4km de trayecto.
La jungla era tupida, con lianas, árboles enormes unidos por sus
ramas y raíces entrelazadas. Atravesamos zonas pantanosas por puentes
y pasarelas de madera. El sendero era angosto, y subía y bajaba para cruzar
grandes rocas que lo obstaculizaban. Hacía un calor tropical, húmedo y pegajoso,
y los mosquitos nos acribillaron. Pero todo lo que veíamos era una maravilla en
estado salvaje. Oímos cantos de aves y el estruendo de las cigarras y otros
insectos.
A medio trayecto nos bañamos en una calita, junto al sendero. Las ramas de los árboles llegaban hasta el agua. A las dos horas de caminata llegamos al Río Subterráneo. Había una laguna de color verde turquesa intenso frente a la cueva. Enseñamos el permiso y pagamos la entrada. Nos dieron cascos y chalecos salvavidas. El barquero era un chico joven llamado Rogelio Banderas. Fue a buscar una batería, que recargaba con paneles solares. Subimos en una canoa azul, con los maderos estabilizadores laterales.
Entramos en la cueva para navegar el Río Subterráneo. Javier iba delante, yo en medio y detrás el barquero remando. Javier era el encargado de sostener un foco de luz y enfocar el trayecto o lo que el barquero le indicara. Vimos estalactitas y estalagmitas agrupadas en formas caprichosas, que estimulaban la imaginación. Aquí había un león, allí una serpiente, allá un águila o una mujer.
La cueva estaba repleta de murciélagos, durmiendo boca abajo, que iluminábamos con el foco. Pasábamos a un metro escaso de ellos y algunos revoloteaban enojados por la interrupción de su descanso por unos extraños. Otros moradores eran unos pájaros pequeños y negros. Juntos producían un sonido como de castañuelas. Esos eran los únicos sonidos cuando nos deslizábamos entre las tranquilas aguas.
Llegamos a una
gran sala que llamaban la Catedral, el punto más alto de la cueva con
65m de altura. El río tenía algo más de 24km de largo, aunque solo
eran navegables los primeros 8km. Recorrimos en cuarenta y cinco minutos los ,5km permitidos, y regresamos acompañados del vuelo de los murciélagos
irritados.
Al salir nos bañamos en la desembocadura del río en el mar. Se mezclaban las aguas dulces de color verde intenso con las aguas saladas azules del Pacífico. Estuvimos solos en la playa y esperamos que un barco nos llevara de vuelta hasta Sabang. Estuvimos alojados en un bungalow de tejado triangular, con camas con mosquitera, porche y hamaca, frente al mar. Por la noche, mientras nos mecíamos en las hamacas, vimos los puntos luminosos de las luciérnagas volando entre las hojas de las palmeras.