En el viaje por
Mozambique hubo un trayecto de tren difícil de olvidar. Fue un recorrido de nueve
horas, desde Nampula a Cuamba. El paisaje era precioso, muy verde con algunas
formaciones rocosas y poblados de chozas con plataneros y cultivos de maíz.
Pero el verdadero
espectáculo eran las paradas: la gente se agolpaba junto al tren y ofrecían
bananas, mandioca, judías, manojos de zanahorias, buñuelos, limones, ajos, leña,
pimientos, lechugas, caña de azúcar, pinchos de pollo o pollos enteros…Las
mujeres cargaban a sus pequeños atados en pañuelos a la espalda, y acarreaban
su mercancía en palanganas sobre la cabeza. Los niños nos saludaban festivamente
y todo el mundo acudía a ver el paso del tren, convertido en el acontecimiento
del día.
El tren estaba un poco
destartalado y había conocido otros tiempos de esplendor. En el vagón
restaurante quedaban mosaicos portugueses desgastados en la barra, y bancos de
madera pintados de azul. Viajamos en un vagón de segunda clase, en un compartimento
con seis personas. Uno era mozambiqueño, otro nigeriano y los otros dos
estadounidenses. El mozambiqueño era periodista y trabajaba en la radio. El
nigeriano viajaba por negocios. Y los estadounidenses eran jóvenes profesores
de secundaria en escuelas rurales, voluntarios del Cuerpo de Paz en una
estancia de dos años. Me admiró su determinación para comprometerse un periodo
tan largo.
Nos cruzamos con otro tren que tenía escrito en sus vagones la frase publicitaria “Cualquier destino”. Nuestro destino era Cuamba, seguir el viaje y regresar a casa. Una niña preciosa nos miró desde la estación y me pregunté qué destino le esperaba.
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego