Siempre me han gustado
los retratos de gente, porque dicen mucho sobre el lugar y sobre la vida. Los
rostros de los tibetanos tenían la piel curtida por el sol, rasgos de pómulos
marcados y ojos rasgados.
Encontramos a la
anciana por las calles de Shigatse, a unos 247 km. de Lhasa. Le sorprendió que
una occidental mostrara interés por ella. La fotografié con su sonrisa pícara y
cómplice, y me dijo por gestos que fotografiara también su calzado nuevo. Eran
los botines de lana que fabrican los monjes del Monasterio de Tashilumpo. Su
rostro estaba surcado de arrugas, pero mantenía los pómulos tersos y la sonrisa
joven.
La niña de las trenzas
llevaba a su hermano a la espalda, entre juegos. También se sorprendió al
vernos. Tenía la expresión seria y las mejillas coloreadas por el frío
tibetano.
El monje vestía la túnica granate de los monjes tibetanos, con el hombro al descubierto, pese al fresco del ambiente. En otros países budistas del sudeste asiático la túnica es de color naranja azafrán, en todas sus tonalidades. Descansaba junto a un árbol en una de las plazoletas de su monasterio. No le molestó que le hiciera la foto, tal vez porque percibió mi curiosidad respetuosa.
El personaje flaco del
sombrero y barba canosa era un peregrino tibetano, con cierto aire hippy y
bohemio. Llevaba pendientes de turquesa, la piedra autóctona de Tibet, y coral.
Deambulaba entre los monjes con un morral cargado de quién sabe qué. Me quedé
con las ganas de mantener una conversación con él, qué edad tenía, qué hacía en
la vida, hacia dónde iba. Pero él intuyó todas mis preguntas no formuladas, y
me regaló otra sonrisa.
Todos ellos, y muchos
otros, formaron parte de mi viaje a Tibet.
© Copyright 2010 Nuria Millet
Gallego