La primera vez que vi un baobab pensé que eran unos árboles de cuento. En el trayecto de Opuwo a Windohek, atravesamos una zona con muchos baobabs gigantes. Se necesitaban varias personas para abarcar el diámetro del tronco. Eran altos, de corteza gris claro, tronco grueso y ramas retorcidas. Siempre me recordaban el libro de "El principito" de Saint-Exupèry, que los utilizó como una metáfora de los problemas que hay que solucionar antes de que se compliquen y que las raíces destruyan el planeta. Pero cuando los miraba veía unos árboles bellos. Me hubiera gustado dibujarlos.
Habíamos visto otros baobabs años atrás, en Madagascar, los que formaban la preciosa Avenida de los Baobabs en Morondava. Uno de los más grandes necesitaba el abrazo de seis personas para rodearlo, unos dos metros de diámetro. Si yo fuera árbol me gustaría ser baobab.
Otro árbol curioso de
Namibia era el llamado Quiver. De hecho, no era un árbol, sino una planta de la
familia del aloe. También era llamado Kokerboom; Koker es la palabra en idioma
afrikaans para Quiver. Algunas tribus Bosquímanas y Hotentotes usaban su
corteza flexible y sus ramas para hacer carcajs y flechas. El árbol puede medir
nueve metros de altura y tener más de un metro de diámetro.
Estos estaban junto a
la ciudad de Keetmanshop. Eran naturales, no plantados por humanos. El bosque
fue declarado Monumento Nacional en 1955.
Las ramas crecían
bifurcadas hacia arriba y terminaban en brotes verdes con flores amarillas. La
corteza era dorada y como fragmentada o resquebrajada en láminas. Los
contemplamos con la luz dorada del atardecer y en la puesta de sol. Los árboles
más grandes tenían entre 200 y 300 años de antigüedad. Un paisaje para
recordar.
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Nuria Millet Gallego
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