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martes, 24 de mayo de 2011

LA PLAYA PANAMEÑA DE LAS ESTRELLAS





“No dejéis de ir a la Star Beach”, nos recomendaron en nuestra estancia en Panamá. Estábamos en Bocas del Toro, un archipiélago cercano a la frontera con Costa Rica. Desde Almirante cogimos una lancha hasta la isla Colón. Nos alojamos en un hostal de madera pintada de vivos colores, propiedad de un catalán de Vilassar de Mar, que cambió el Mediterráneo por el Caribe. Era una de las típicas casas caribeñas, de madera con porche y dos plantas de altura. En la plaza de la isla cogimos un autobús local hasta Bocas del Drago, donde estaba la Star Beach.

Confieso que desconocía que las estrellas de mar son animales (equinodermos) con estómago e intestino. También tienen pequeños pies que les permiten el desplazamiento. Las estrellas estaban muy cercanas a la orilla, de aguas transparentes. Puro Caribe. Mientras estábamos tumbados en la arena dorada de la preciosa playa de Bocas del Drago, las estrellas se desplazaron lenta, pero constantemente, respecto a nuestra posición. Los pies móviles se denominan “pies ambulacrales”. Nos divertía comprobar que la que estaba junto a nosotros llegaba hasta una barca varada, o que otra de ellas se movía hasta la palmera inclinada. Porque la playa de Bocas del Drago tenía decenas de palmeras inclinadas hacia la orilla del agua.


 
 
Se alimentan de moluscos, crustáceos y otros animales marinos. Tienen un cuerpo formado por un disco pentagonal con cinco brazos o más. Se conocían más de 2000 especies, y las de esta zona eran anaranjadas, aunque en África las habíamos visto de color azul eléctrico.
Un cartel advertía de la prohibición de tocar las estrellas, para evitar dañarlas. La tentación era grande, pero respetamos su bella fragilidad. Creo que nos lo agradecieron, quedándose más tiempo junto a nosotros.
 
© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego

viernes, 29 de abril de 2011

EL TORTUGUERO

Al Tortuguero solo se podía llegar en barca o en avión por un pequeño aeropuerto. En el embarcadero de La Pavona cogimos una barca entoldada con otras veinte personas, ticos y guiris. El trayecto duró dos horas y fue una maravilla, atravesando el bosque tropical húmedo. El río Suerte llevaba poca agua y varias veces el casco tocó el lecho arenoso. Uno de los boteros impulsaba con una pértiga, y otros bajaron a empujar. Las aguas eran marrón chocolate y arrastraban hojas, ramas y algunos troncos sobre los que crecían plantas. La vegetación en las orillas era frondosa. 




El Tortuguero nos pareció un pueblo tranquilo y aislado, en la costa Atlántica de Costa Rica. Su calle principal estaba encajada entre el mar Caribe y el río Tortuguero. Las casas eran de planta baja, pintadas de colores azul cielo, verde manzana o amarillo. Tenía raíces afrocaribeñas que se reflejaban en la población. La playa era bastante salvaje, con palmeras y arena negra. El Mar Caribe tenía bastante oleaje y se veían las crestas de espuma blanca. Nos bañamos y comprobamos la fuerte resaca.

El Parque Nacional Tortuguero abarcaba la costa, con senderos en el bosque tropical y canales fluviales. Era uno de los lugares más importantes de desove de la tortuga verde y la tortuga laúd. 

Cogimos un bote de remo, sin motor, para navegar por el río Tortuguero, Caño Chiquero y Caño Mora. Fue un placer deslizarse por las aguas tranquilas de los canales en medio del silencio, solo roto por los sonidos de la jungla. Por todas partes había heliconias, las plantas rojas.

Mariposas morpho azules revoloteaban por los canales. El más estrecho era Caño Mora con 3km de largo y 10m de ancho. Vimos la entrada del Caño Harold, reservado para las embarcaciones a motor, y por eso mismo con menos posibilidades de ver vida animal por el ruido.






Vimos varios tipos de aves: la garza tigre juvenil, la aniaga o la oropéndola Montezuma. También monos Congo agitando las altas ramas de los árboles. Comían 10% frutos y 90% de hojas. En el Parque había otros dos tipos de monos, los monos araña y los monos carablanca o capuchinos. Vivían en grupos de 15 a 20 ejemplares. Vimos un basilisco verde con su cresta, intentando pasar desapercibido entre las hojas.




Encontramos varios caimanes. No eran tan grandes como otros de sus primos, como los cocodrilos australianos, pero no dejaban de impresionar. No solía ser peligrosos; se alimentaban de peces, anfibios y otros animales. Flotaban por la superficie del agua apenas unos centímetros y se distinguía su lomo, la cabeza con el ojo atento, y la mandíbula dispuesta a abrirse en cualquier momento. Alguno de ellos se volteó al acercarnos, y oímos el chapoteo en el agua de otros. Después de tres horas navegando en el bote de remos contemplando la naturaleza exuberante, regresamos a El Tortuguero.

Contratamos una excursión para ver a las tortugas. Partimos a las diez de la noche con Roberto, nuestro guía, y otras cuatro personas. Caminamos por la playa en total oscuridad, no había luna y apenas distinguíamos algún tronco en la arena. Roberto llevaba una linterna de luz roja, pero apenas la encendió. Caminamos a buen paso durante una hora sin ver ninguna tortuga hasta llegar al aeropuerto. Allí nos sentamos en un tronco para escuchar a Roberto. 

La excursión no garantizaba ver tortugas, eran sinceros. La mejor época para ver a la tortuga verde era julio y agosto. Pero en abril y mayo desovaba la tortuga laúd, la mayor del mundo, que podía llegar a medir 2m y pesar 500kg. Nos explicó que la mayoría de las tortugas hembra comparten un instinto que las hace volver a la playa en que nacieron para poner sus huevos. Anidan cada dos o tres años y, en función de las especies, pueden volver a la costa a poner huevos hasta diez veces en una temporada.

Emprendimos el camino de regreso pensando que ya no las veríamos. Estábamos un poco decepcionados y, de repente Roberto se agachó y se quedó inmóvil. Había visto una tortuga laúd enorme. Medía 1,6m y pesaba 400kg. La iluminó brevemente con su linterna de tenue luz roja, y nos situamos a su espalda. El caparazón y la cabeza eran muy grandes, con papada, ojos llorosos por la irritación de la sal, y llena de motas blancas. La cola terminaba en pico, y con las aletas excavaba un hoyo circular en la arena. La arena que echaba hacia atrás llegó a mis piernas. 

Nos contaron que cada tortuga depositaba de 80 a 120 huevos. Luego los cubrían con la arena para protegerlos, e incluso podían llegar a crear un falso nido en otro lugar para confundir a los depredadores. El periodo de incubación variaba de 45 a 70 días, después las crías rompían los huevos con la ayuda de unos dientes temporales y se dirigían al océano en pequeños grupos, moviéndose lo más rápido posible para evitar la deshidratación y los depredadores. Una vez llegan al mar, aún tenían que nadar un mínimo de 24 horas para alcanzar aguas profundas. Fue fantástico contemplar a la tortuga en su entorno natural.

Foto cortesía de Google



martes, 28 de abril de 2009

EL RÍO NILO EN FALUCA Y TEMPLO PHILAE

En Asuán vimos el mítico río Nilo y paseamos por la Corniche. En la otra orilla se veían mástiles de barcos y velas de falucas entre el verde de las palmeras, con colinas arenosas de fondo. Contratamos una excursión de dos días por el río Nilo en faluca, las embarcaciones tradicionales de velas blancas. Lo preferimos a la opción de un gran crucero. 

El Nilo era el mayor río de África y el segundo río más largo del mundo tras el Amazonas, con 6650 km de longitud. Nacía en Burundi y tenía dos ramales o fuentes principales: el Nilo Blanco y el Nilo Azul. El Nilo Blanco atravesaba los Grandes Lagos de África, teniendo su fuente más distante en Ruanda, y fluía hacia el norte por Tanzania, el lago Victoria, Uganda, Sudán del Sur y Sudán. El Nilo Azul nacía en el lago Tana, en Etiopía, y cruzaba el sudeste de Sudán.


El río fue fundamental para el florecimiento de la civilización del Antiguo Egipto. La mayor parte de sus ciudades se encontraban en el valle del Nilo y en su Delta, al norte de Asuán. Seguía siendo una arteria vital.

La navegación en faluca era relajante y suave, y la brisa se agradecía y aliviaba el calor. Apenas se notaba el movimiento de la embarcación. El paisaje era bonito, había tramos que conservaban una franja verde con muchos árboles y palmeras, y otros tramos eran desérticos. Entre el verdor apenas se distinguían pequeños poblados de casas de adobe y algunas color añil. Vimos algunas aves blancas, tipo grulla, entre los humedales, y algún camello en las orillas.



Desembarcamos para ver el Templo de Philae (o Filé), en una isla en el Nilo. Palmeras y flores rojas entre el verdor rodeaban al templo. En el s. XIX ya era una de las atracciones turísticas legendarias de Egipto y no nos decepcionó. Era un conjunto de templos con avenidas con columnas. El Templo de Isis era el principal, y alrededor estaba el Quiosco del Faraón Nectanebo, y los Templos de Imhotep y de Augusto. Isis fue una de las diosas principales del panteón egipcio y su culto perduró hasta el s.VI. 




El conjunto de templos formaba parte del Museo al Aire Libre de Nubia y Asuán, declarado Patrimonio de la Humanidad. Tenían grabados de figuras, jeroglíficos y grafitis antiguos de los primeros exploradores británicos que llegaron hasta allí. Estuvimos recorriéndolo con calma y disfrutando del entorno de las aguas azules del lago Nasser, creado artificialmente al construir la presa de Asuán entre 1958 y 1970.




Íbamos con tres tripulantes y doce pasajeros. Los barqueros hablaban entre ellos, fumaban y tomaban té. Le pregunté al capitán por la profundidad del río y me dijo que unos 25m. En las horas de oración colocaron sus alfombrillas y rezaron en la faluca, girándose según soplaba el viento. 

El cocinero preparó la comida y comimos a bordo, en la cubierta de la faluca: falafel (croquetas vegetales), un guiso de habas, picadillo de tomate, pepino y queso fresco, acompañado del pan árabe y té.



Dormimos en colchonetas sobre la cubierta. El deslizarse suavemente con el viento en la faluca fue muy agradable y poético, pero al ausentarse el dios Ra empezó a hacer frío, eso y la dureza de los tablones le restó algo de poesía al trayecto. Pero el Nilo y sus orillas seguían siendo bellas. Disfrutamos de la puesta de sol. Y por la noche contemplamos el cielo estrellado, como polvo brillante esparcido sobre el Nilo.


jueves, 9 de noviembre de 1995

LA ISLA DE LAMU

En noviembre de 1995 viajamos a Kenya y la Isla de Lamu. Pertenecía al Archipiélago de Lamu formado por las islas Lamu, Manda, Pate, Kiwayu, Kiunga y Lama. Pasamos varios días en Lamu, la isla principal. No tenía aeropuerto, así que desde Malindi volamos a la isla Manda con un pequeño avión de la compañía Eagle. Fue un trayecto corto de 35 minutos y vimos las islas en el Océano Indico.

En Manda cogimos una barca para cruzar hasta Lamu. En el Puerto se veían los dhowns, las embarcaciones árabes tradicionales, de velas blancas.



Las callejuelas de su casco antiguo eran estrechas y laberínticas. Era Patrimonio de la Humanidad. El ambiente era el de una población musulmana, con mezquitas y sus minaretes asomando entre los tejadillos de las casas.

Las casas estaban hechas de piedra coralina y madera de mangle. Las fachadas estaban pintadas de blanco y algunas con la mitad inferior de color azul o verde manzana. Algunas puertas eran de madera labrada con adornos de latón, como las de isla de Zanzíbar.


Las mujeres vestían el caftán negro, con más o menos rigor, algunas se adornaban con un pañuelo discreto en la cabeza y otras solo mostraban la ranura de los ojos. Solo las niñas llevaban vestidos y velos de colores. Las vimos saliendo del colegio.

Los hombres iban más variados: vestían el caftán blanco largo con el casquete musulmán, o el pañuelo que llaman kanga a modo de falda larga, y encima una camisa o camiseta.


Las calles estaban llenas de burros que campaban a sus anchas sin ser molestados, como las vacas en la India. También comía los restos y desperdicios que encontraban. En la isla había un orfanato y un hospital de burros. Los burros jóvenes prestaban servicio como animales de carga, ya que en toda la isla no había vehículos. Paseando de vez en cuando nos sorprendía algún rebuzno.




El Fuerte de Lamu fue construido por los árabes en el s.XIX. Tenía muros almenados y varios cañones en el patio. Visitamos el Museo que exhibía las joyas y ropajes antiguos que llevaban los habitantes de Lamu, fotos de otros tiempos y maquetas de barcos árabes. Reproducían habitaciones amuebladas como antaño, con influencias de la cultura swahili, árabe o hindú. Muebles de madera labrada, mesitas bajas con teteras y tazas para el té, esterillas en el suelo, camas con dosel, cojines y divanes para reclinarse.



Dimos un paseo hasta la Playa de Shela, bordeando el mar. Tardamos unos cuarenta minutos. Encontramos unas playas inmensas y desiertas, de arena blanca y con un gran palmeral. Eran 15km de playas. Había más oleaje porque aquel recodo se abría al Océano Índico, y rugía con fuerza. Frente a Lamu el mar estaba mas calmado porque se formaba un canal entre las islas y el continente. Nos bañamos totalmente solos. 




El pequeño poblado de Shela tenía casas blancas también hechas de piedra coralina, con muros almenados. Su mezquita tenía el minarete con forma redondeada.


Otro día fuimos en dhown a la isla de Manda, para pescar, hacer un poco de submarinismo y visitar las ruinas de Takwa. Las orillas estaban llenas de manglares con su maraña de raíces aéreas, hundidas en una zona pantanosa. En las raíces se veía ostras pequeñas que se adherían con fuerza a ellas. Nos adentramos en un canal que nos llevó hasta las ruinas de Takwa flanqueado por manglares. Takwa fue una ciudad swahili que prosperó en los s.XV-XVII y llegó a tener 2500 habitantes. Tenía un centenar de casas de piedra caliza y coral, y una mezquita, rodeadas por una muralla que derribaron los elefantes cuando la ciudad fue abandonada. Una historia fantástica. Entre las ruinas había enormes baobabs, con sus ramas retorcidas y troncos de varios metros de diámetro. Uno de ellos tenía 800 años de antigüedad. Probamos su fruto que tenía textura de corcho.

Hicimos buceo con tubo en los arrecifes Manda Toto. Tuvimos al alcance de la mano peces, corales, conchas y caracolas gigantescas. Había peces azul eléctrico con una cresta amarilla, anaranjados, con rayas a lo cebra. Una fantasía submarina.

Al día siguiente cogimos otro dhown a la Isla Paté. Su población se mantenía como hacía siglos, sin agua corriente ni electricidad. Se veía mucho más antigua que Lamu. Todas las casas estaban hechas de coral y con tejadillos de caña. Estaba repleta de niños que nos perseguían con sus saludos y sus risas. Por todas partes oíamos un coro de “Jambo, jambo!” (hola en swahili). Los viejecitos nos sonreían y saludaban con el “Karibuni” (bienvenidos). Comimos en la playa un guiso de pescado con patatas, verduras y arroz. Y de postre jugosas papayas, bananas y naranjas. Luego regresamos a la la isla de Lamu con el dhown y el viento a favor. Fueron unos días estupendos en el archipiélago, imposibles de olvidar.




(* Fotos hechas en papel en 1995)