Desde Fort Portal fuimos a los lagos de cráter de Kasese. Había unos 50 lagos volcánicos en la zona, en un entorno repleto de vegetación. El primero que vimos fue el Lago Nukuruba, de aguas verde intenso. Bajamos a sus orillas.
lunes, 17 de febrero de 2025
LAGOS DE CRÁTER DE KASENDA
lunes, 18 de marzo de 2019
EL PUENTE COLGANTE
sábado, 19 de agosto de 2017
EL PARQUE NACIONAL LOPÉ
En la estación Owendo de Libreville
cogimos un tren nocturno hasta Lopé, un trayecto de seis horas. Llegamos
de madrugada y nos dijeron que tuvimos suerte porque a veces había retrasos de
horas porque se daba prioridad al tren que transportaba manganeso. Gabón era
el primer productor mundial de manganeso. Era el inconveniente de tener tramos
ferroviarios de una sola vía.
Nos alojamos en el
Hotel Lopé con tres pabellones de cañizo y tejados triangulares, y habitaciones
dispuestas alrededor de un jardín. El pueblo de Lopé parecía el viejo oeste
americano, con anchas calles arenosas y polvorientas, con casitas de tablones
de madera como pequeños ranchos con porche, muy dispersas. Muchas eran pequeños
colmados que vendían un poco de todo: pasta, galletas, bombillas, artículos de
higiene, latas de carne y sardinas, entre otras cosas.
El Parque
Nacional Lopé era Patrimonio de la Humanidad. Contratamos un safari
de caminata por la sabana y una excursión de dos días por el parque. Fuimos en
un jeep abierto. Entramos en una zona de sabana con hierba alta amarilla. La
pista tenía baches y estaba hundida por las ruedas y las lluvias, íbamos dando
botes. El primer encuentro fue con una manada de búfalos, con sus crías.
Se quedaron mirándonos fijamente unos momentos y corretearon un poco. Los
seguimos hasta que volvieron a parar, varias veces. Tenían cuernos pequeños y
unos pájaros sobre el lomo, descansando plácidamente.
Luego vimos una
familia de elefantes. La hembra paseaba con su cría. El macho tenía la
piel con manchas de barro. Estuvimos un buen rato observándolos. Movían sus
orejas y comían brotes verdes con la trompa, indiferentes a nuestra presencia.
Para la excursión de dos días fuimos en un Toyota. Nuestro guía se llamaba Saturno, como el planeta. Fuimos por una pista roja con selva a ambos lados, hasta llegar al campamento Mikongo. Tenía bungalows de madera, rodeados de bosque selvático.
Desde allí emprendimos una marcha a pie. Seguimos un sendero de hojarasca y raíces, paralelo al río. Luego nos desviamos. Los árboles eran altísimos y las copas formaban una verde bóveda sobre nosotros. Había gigantescas ceibas, con la base del tronco triangular. Algunos troncos estaban forrados de plantas trepadoras y tenían largas lianas que buscaban la humedad del suelo. Había un olor dulzón de putrefacción de las hojas del suelo. Oíamos cantos de pájaros tropicales y el silencio roto por el crujir de nuestros pasos. Saturno iba cortando las ramas que cerraban el camino.
Vimos unos monos
de larga cola en lo alto de los árboles, saltando de rama en rama. Queríamos
ver gorilas y un momento emocionante fue cuando encontramos excrementos
frescos de gorila y Saturno los examinó. El silencio se hizo más profundo y
todos miramos a nuestro alrededor. Estábamos atentos a cualquier movimiento de
las ramas y la hojarasca. Pero ningún gorila apareció, tal vez nos espiaran
desde la espesura. Seguimos la marcha y en un claro de la selva hicimos un pequeño
picnic. Por la tarde tuvimos nuestra recompensa. De repente Saturno se paró,
nos quedamos inmóviles y señaló un árbol. Se movieron las ramas y vimos
descender una masa negra, emitiendo algún gruñido de aviso. Dijo que era la
hembra. De otro árbol cercano descendió por el tronco el gorila macho. A este
lo vimos mejor, pero fue muy rápido. Huyeron por tierra en la espesura del
bosque.
Nos sorprendió que
los gorilas estuvieran en los árboles; solo subían para comer brotes, solían
caminar por tierra. Con su peso de más de 100kg rompían las ramas. Habíamos
visto gorilas en su hábitat, pero había sido una visión demasiado rápida y fugaz.
La naturaleza tenía sus propias leyes. Tras seis horas de marcha regresamos al
campamento Mikongo y nos dimos un baño en un recodo del río. En el campamento no
había electricidad ni agua corriente. Cenamos pollo con arroz y verduras, a la
luz de las velas. Y dormimos muy bien en las cabañas en el corazón de la selva
gabonesa.
viernes, 29 de abril de 2011
EL TORTUGUERO
Al Tortuguero solo
se podía llegar en barca o en avión por un pequeño aeropuerto. En el
embarcadero de La Pavona cogimos una barca entoldada con otras veinte personas,
ticos y guiris. El trayecto duró dos horas y fue una maravilla, atravesando el
bosque tropical húmedo. El río Suerte llevaba poca agua y varias veces el
casco tocó el lecho arenoso. Uno de los boteros impulsaba con una pértiga, y
otros bajaron a empujar. Las aguas eran marrón chocolate y arrastraban hojas,
ramas y algunos troncos sobre los que crecían plantas. La vegetación en las
orillas era frondosa.
El Tortuguero nos
pareció un pueblo tranquilo y aislado, en la costa Atlántica de Costa Rica. Su
calle principal estaba encajada entre el mar Caribe y el río Tortuguero. Las
casas eran de planta baja, pintadas de colores azul cielo, verde manzana o
amarillo. Tenía raíces afrocaribeñas que se reflejaban en la población. La
playa era bastante salvaje, con palmeras y arena negra. El Mar Caribe tenía
bastante oleaje y se veían las crestas de espuma blanca. Nos bañamos y
comprobamos la fuerte resaca.
El Parque Nacional Tortuguero abarcaba la costa, con senderos en el bosque tropical y canales fluviales. Era uno de los lugares más importantes de desove de la tortuga verde y la tortuga laúd.
Cogimos un bote de
remo, sin motor, para navegar por el río Tortuguero, Caño Chiquero y Caño
Mora. Fue un placer deslizarse por las aguas tranquilas de los canales en
medio del silencio, solo roto por los sonidos de la jungla. Por todas partes había
heliconias, las plantas rojas.
Mariposas morpho azules revoloteaban por los canales. El más estrecho era Caño Mora con 3km de largo y 10m de ancho. Vimos la entrada del Caño Harold, reservado para las embarcaciones a motor, y por eso mismo con menos posibilidades de ver vida animal por el ruido.
Vimos varios tipos
de aves: la garza tigre juvenil, la aniaga o la oropéndola Montezuma.
También monos Congo agitando las altas ramas de los árboles. Comían 10%
frutos y 90% de hojas. En el Parque había otros dos tipos de monos, los monos
araña y los monos carablanca o capuchinos. Vivían en grupos de 15 a
20 ejemplares. Vimos un basilisco verde con su cresta, intentando pasar
desapercibido entre las hojas.
Encontramos varios
caimanes. No eran tan grandes como otros de sus primos, como los
cocodrilos australianos, pero no dejaban de impresionar. No solía ser
peligrosos; se alimentaban de peces, anfibios y otros animales. Flotaban por la
superficie del agua apenas unos centímetros y se distinguía su lomo, la cabeza
con el ojo atento, y la mandíbula dispuesta a abrirse en cualquier momento.
Alguno de ellos se volteó al acercarnos, y oímos el chapoteo en el agua de
otros. Después de tres horas navegando en el bote de remos contemplando la
naturaleza exuberante, regresamos a El Tortuguero.
Contratamos una excursión para ver a las tortugas. Partimos a las diez de la noche con Roberto, nuestro guía, y otras cuatro personas. Caminamos por la playa en total oscuridad, no había luna y apenas distinguíamos algún tronco en la arena. Roberto llevaba una linterna de luz roja, pero apenas la encendió. Caminamos a buen paso durante una hora sin ver ninguna tortuga hasta llegar al aeropuerto. Allí nos sentamos en un tronco para escuchar a Roberto.
La excursión no garantizaba ver tortugas, eran sinceros. La mejor época para ver a la tortuga verde era julio y agosto. Pero en abril y mayo desovaba la tortuga laúd, la mayor del mundo, que podía llegar a medir 2m y pesar 500kg. Nos explicó que la mayoría de las tortugas hembra comparten un instinto que las hace volver a la playa en que nacieron para poner sus huevos. Anidan cada dos o tres años y, en función de las especies, pueden volver a la costa a poner huevos hasta diez veces en una temporada.
Emprendimos el
camino de regreso pensando que ya no las veríamos. Estábamos un poco
decepcionados y, de repente Roberto se agachó y se quedó inmóvil. Había visto
una tortuga laúd enorme. Medía 1,6m y pesaba 400kg. La iluminó brevemente con
su linterna de tenue luz roja, y nos situamos a su espalda. El caparazón y la
cabeza eran muy grandes, con papada, ojos llorosos por la irritación de la sal,
y llena de motas blancas. La cola terminaba en pico, y con las aletas excavaba
un hoyo circular en la arena. La arena que echaba hacia atrás llegó a mis piernas.
Nos contaron que cada tortuga depositaba de 80
a 120 huevos. Luego los cubrían con la arena para protegerlos, e
incluso podían llegar a crear un falso nido en otro lugar para confundir a los
depredadores. El periodo de incubación variaba de 45 a 70 días, después las
crías rompían los huevos con la ayuda de unos dientes temporales y se dirigían
al océano en pequeños grupos, moviéndose lo más rápido posible para evitar la
deshidratación y los depredadores. Una vez llegan al mar, aún tenían que nadar
un mínimo de 24 horas para alcanzar aguas profundas.