En la isla de Mijayima no había maternidades
ni cementerios, ya que estaba prohibido
dar a luz o morir allí. No pude evitar pensar que eran curiosas
prohibiciones. Tampoco se podían talar árboles y los ciervos, considerados animales
sagrados, paseaban a sus anchas por la isla. Lo que no estaba prohibido
eran las bodas. Tuvimos la suerte de encontrar la celebración de una boda
sintoísta en el Santuario de Itsukushima.
El sintoísmo es la religión originaria
del Japón y venera a los kami,
los espíritus de la naturaleza. Está considerada la segunda religión del país,
después del Budismo. Aunque en realidad los japoneses practican un sincretismo,
una simultaneidad de ambas religiones. Algo difícil de comprender para los
occidentales creyentes que adoptan una sola religión.
El santuario era un
templo atípico: estaba junto al mar y construido alrededor de un muelle, con
pabellones pintados de naranja y blanco, llenos de incensarios de piedra y
bronce verde. La novia vestía un kimono
blanco nacarado con una capucha rígida muy abultada, de forma circular. Su cara
asomaba diminuta de las formas de la capucha, como si fuera un pétalo de una
flor extraña.
Tres sacerdotes y dos
mujeres jóvenes con largas trenzas en la espalda, oficiaban la ceremonia. Los
sacerdotes también tenían un curioso sombrero con forma de bombín. Tocaron
música de flauta, ofrecieron a los novios un cuenco de té, el símbolo de lo que
compartirían en el futuro, pronunciaron unas palabras y luego se sentaron en
una mesa alargada con los padres de los novios. Después se retiraron a otros
aposentos más privados.
La novia se sabía
observada por unos extranjeros y no pudo evitar una tímida sonrisa ante nuestra
curiosidad. Era la mirada de occidente sobre el misterio oriental.
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Nuria Millet Gallego