Cerca del Círculo Polar
Ártico, en el Mar Blanco, están las islas Solovetsky, también llamadas
Solovki, y consideradas Patrimonio de la
Humanidad desde 1992. Llegamos en barco desde Rabocheostrovk, abreviado Rabo por los locales. El trayecto duró
dos horas y fuimos acompañados por grupos de gaviotas.
Eran seis islas principales con más de 500 lagos.
Desembarcamos en la isla más grande, la Bolshoy Solovetsky, y desde el agua ya
se veía la silueta del misterioso y evocador Monasterio.
Encontramos una procesión de gente con varios sacerdotes ortodoxos barbados. Algunos
de los sacerdotes vestían de negro con altos sombreros y otros, de mayor rango,
con ricas vestiduras verde y oro. Las mujeres llevaban todas pañoletas en la
cabeza, anudadas bajo la barbilla.
Los sacerdotes portaban
varias cruces, rodearon el Monasterio y en la entrada rezaron, cantaron y
esparcieron agua sagrada con cierto jolgorio entre las mujeres y niños. Otro
sacerdote llevaba un botafumeiro que impregnaba el aire con olor a incienso.
Entramos todos en la Iglesia de la
Transfiguración. La pared del altar estaba enteramente cubierta de iconos.
Oficiaron la misa, y dos sacerdotes orondos con barbas canosas ofrecieron las
cruces de oro para todos los que quisieran besarlas.
La isla había sido uno de los campos de concentración más
crueles de la antigua URSS, en la época de Stalin. Vimos una exposición
sobre el Gulag con fotografías de los presos en blanco y negro. Aunque los
textos eran sólo en ruso, las imágenes eran expresivas por sí solas. Hacía años
que leí “Archipiélago Gulag” de Solzhenitsin y sabía de los abusos y
torturas que se cometieron entre aquellos muros. Él lo describió como un lugar
tan lejano para que “un grito nunca fuera
oído”. Cuando oí los chillidos de las gaviotas no pude evitar sobrecogerme.
Todos los lugares bellos encierran algo trágico.
Rodeamos el perímetro
del Monasterio, observando como cambiaba la perspectiva de sus múltiples cúpulas de cebolla. Tenía seis grandes
torres con tejadillos cónicos. Las cruces de las torres y de cada cúpula se
reflejaban con perfecta simetría en las aguas del lago. Al atardecer todo el
entorno del monasterio se tiñó de tonos rojizos, y en aquel momento me pareció
increíble que un lugar tan bello hubiera sido un campo de concentración durante
tantos años.
© Copyright 2011
Nuria Millet Gallego