El archipiélago Los Roques de
Venezuela tenía el arrecife de coral más grande del Caribe. Era Parque
Nacional Maríno, formado por un conjunto de islas y cayos de las Antillas
Menores. Llegamos en una avioneta de 19 plazas de la compañía Aerotuy. La vista
del archipiélago de islas coralinas desde el cielo era precioso. El
vuelo fue suave, sin turbulencias, aunque otros viajeros nos habían contado
historias sobre incidencias por los fuertes vientos. Aterrizamos en la Isla
Gran Roque, la única habitada. El aeropuerto era mínimo, con una torre de control
que parecía casi provisional.
En la isla había poca vegetación, pero
algunas palmeras y árboles de poca altura ofrecían sombra, y daban un toque de
verdor. El pueblo lo formaban tres calles arenosas, paralelas al mar,
con casas de colores de planta baja. Subimos al Faro de la colina, para
contemplar las vistas. Luego dimos un paseo y vimos bastantes niños en una escuela.
No había vehículos de ningún tipo y las calles eran de arena, se podía ir
descalzo todo el día. Las casas eran bonitas, con porches y plantas, y algunas
estaban adornadas con barcas en las puertas. La mayoría de las casas eran de
estilo marinero, y quedaban algunas casas coloniales con rejas en las ventanas.
Era un lugar bonito y tranquilo.
Las playas de arena blanca eran preciosas.
El color del mar Caribe era una combinación de franjas azules y verde
transparente. Disfrutamos de los baños y de la puesta de sol. Contemplamos el
espectáculo de los pelícanos que se lanzaban en picado al mar para
atrapar los peces. Vimos como se les ensanchaba el cuello al tragar. Algunos
parecían kamikazes, y vimos uno que en la rapidez de la bajada chocó contra el
lateral de una barca. Nuestra presencia cercana les era indiferente, debían
estar acostumbrados y no huían. Al día siguiente alquilamos una barquita para
hacer excursiones por otras islas del archipiélago.