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jueves, 4 de abril de 2013

MOSQUITERAS Y MALARIA

 

 
Siempre me han gustado las camas con mosquitera. Las hay individuales y de cama de matrimonio; colgadas del techo o instaladas en dosel; algunas son de gasa blanca y otras de colores. Transforman cualquier habitación, le dan una atmósfera diferente, vaporosa, evocan el trópìco y hasta tienen un halo romántico. Pero cuando se utilizan una temporada larga y por necesidad, para defenderse del ataque furioso de los mosquitos, acaban resultando calurosas y molestas.
En Mozambique resultan necesarias y no sólo para los viajeros de paso, sino para la población local. Es uno de los países con un índice más alto de malaria o paludismo, la enfermedad transmitida por el mosquito anófeles. Es un problema que afecta a más de 90 países en el mundo.


 
Conocimos a varios cooperantes de estancias largas que las utilizaban diariamente y reconocían que acababan siendo engorrosas. Una profesora estadounidense tomaba la medicación profiláctica durante un período de dos años, algo poco habitual dados los efectos secundarios de esta medicación.
En Manhiça está el centro de investigación donde el médico español Pedro Alonso ensaya una vacuna contra la malaria. Además de atender pacientes, forma a futuros médicos e investigadores. Esta enfermedad causa un millón de muertes anuales, el 90% en África. Por eso cuando vimos carteles como el de la foto quisimos recordar la lucha contra la malaria. En ese aspecto Mozambique me recordó al libro “Tristes trópicos” de Levi-Strauss. La lucha continúa…
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego
 

miércoles, 8 de octubre de 2008

LA SELVA AMAZÓNICA DE ECUADOR



Tena, en Ecuador, fue una de las primeras ciudades que se fundaron en la jungla. Desde allí hicimos una excursión de varios días a la selva amazónica, remontando el río Napo, hacia Misahuallí. El Napo es uno de los muchos que alimentan las aguas del gran río Amazonas, tras atravesar Perú y llegar a Brasil. Ramiro, un ecuatoriano jóven, fue nuestro guía. Estuvimos alojados en una comunidad de indígenas quechúa, en una cabaña palafito. Al atardecer y por las noches empezaba el gran concierto del sonido de las aves y los insectos.



Las caminatas por la jungla fueron una experiencia a recordar. Ramiro nos explicó sobre los tipos de árboles y las plantas medicinales. Encontramos hormigas cortadoras de hojas, transportando grandes pedazos verdes. Muchas hojas de plantas estaban carcomidas por los insectos. Una gran hormiga Conga, de casi dos centímetros. pasó junto a nuestro pie y la evitamos; su picadura es dolorosa y puede producir fiebre. También probamos las diminutas hormigas limón, que tienen un sabor parecido. Vimos termiteros, bambúes gigantes, árboles de caucho, y nos bañamos en cascadas totalmente aisladas.
 
 



Con el machete, Ramiro hirió la corteza de un árbol del caucho, y al momento empezó a gotear la leche blanca y pegajosa que él recogió con una hoja. El árbol tenía antiguas cicatrices. A principios de siglo XX había mucho comercio de caucho; luego los precios bajaron. Los hombres tenían que recoger la leche blanca caminando durante horas de un árbol a otro, y los árboles estaban dispersos, por lo que el trabajo con la humedad y el calor, era agotador. En Brasil también habíamos visto plantaciones de árboles de caucho, en las que habían trabajado en régimen de esclavitud o semiesclavitud.



Un árbol curioso era el que llamaban Pene del Diablo. Una parte de sus raices tenía esa forma, y decían que las muchachas jóvenes no debían mirarlo, a riesgo de quedar embarazadas. Encontramos un termitero colgado en una rama. Ramiro desgajó un trozo y se lo frotó en los brazos, con las termitas incluidas. Olía a tierra, y decían que aquel olor peculiar resultaba ser un buen repelente para los mosquitos.

Recordaremos las caminatas por la jungla, los baños en la cascada y en el río, y sobre todo, a nuestro amigo Ramiro, que compartió con nosotros la belleza del lugar donde nació.

 
 
© Copyright 2008 Nuria Millet Gallego

viernes, 7 de octubre de 2005

EL DELTA DEL ORINOCO



Desde Tucupita emprendimos el viaje por el Delta del Orinoco, uno de los mayores deltas del mundo. Era un laberinto de islas con centenares de canales estrechos llamados caños. Las aguas del Orinoco eran de color café con leche y bajaban con grupos de verdes plantas acuáticas, que formaban islas flotantes arrastradas por la corriente. En las orillas la vegetación era frondosa, con palmeras y manglares. Nos cruzamos con pequeñas barcas y con pescadores extendiendo las redes. En el trayecto vimos tucanes con franjas amarillas en el pico, monos de pelaje rojizo en la arboleda y búfalos de agua con grandes cornamentas curvadas.













Tras varias horas de navegación nos detuvimos en un campamento. Una de las mujeres nos preparó la comida. Se sentó en el embarcadero y con un machete grande empezó a quitarle las escamas a un gran pescado. Preguntamos el nombre y dijo que era un “morocoto”. Acompañaron el pescado con arroz, fríjoles y banana frita. Luego nos tumbamos en las hamacas.

Cogimos de nuevo la barca y nos adentramos en canales más estrechos. En esos caños la vegetación de las orillas es exhuberante y está más próxima. Vimos delfines oscuros, jugando y saltando. Eran tan rápido y tan imprevisible el lugar por donde asomarían que aunque les seguimos con la barca no pudimos fotografiarlos. Encontramos una tortuga pequeña posada sobre el tronco cortado de una palmera. En seguida se sumergió al acercarnos.

Paramos en uno de los caños más angostos y bajamos a tierra, pisando terreno pantanoso. El barquero nos mostró la planta del cacao, el árbol del palmito, las toronjas, ají picante y unos frutos rojos pequeños que se usaban como colorante. Vimos tarántulas, escondidas en una planta tipo palmera baja. Era negra y peluda, más grande que mi mano. Estábamos junto a ella y nos agachamos para verla mejor, aunque con precaución. Pero Luis, nuestro barquero, colocó su mano a un centímetro de la tarántula y ni se inmutó. Dijo que si no se la atacaba no hacía nada. La tarántula nos ignoró, pero los mosquitos del pantanal nos acribillaron.













Visitamos una comunidad de los indios warao. Leímos que “wa” significa “canoa” y “rao” significa “hombre”. Esas comunidades solían estar aisladas por familias, repartidas en las orillas del Orinoco. En todas se distinguían las hamacas colgantes, meciéndose con alguien que contemplaba el paso del río y del tiempo. En la aldea subimos a una curiara a remo, la embarcación tradicional tallada en un tronco vaciado. Fue muy relajante deslizarnos con la curiara por el río, en el silencio de la jungla, contemplando el reflejo de los árboles en la superficie del agua.