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jueves, 20 de octubre de 2005

EL ARCHIPIÉLGAGO LOS ROQUES



El archipiélago Los Roques de Venezuela tenía el arrecife de coral más grande del Caribe. Era Parque Nacional Maríno, formado por un conjunto de islas y cayos de las Antillas Menores. Llegamos en una avioneta de 19 plazas de la compañía Aerotuy. La vista del archipiélago de islas coralinas desde el cielo era precioso. El vuelo fue suave, sin turbulencias, aunque otros viajeros nos habían contado historias sobre incidencias por los fuertes vientos. Aterrizamos en la Isla Gran Roque, la única habitada. El aeropuerto era mínimo, con una torre de control que parecía casi provisional.



En la isla había poca vegetación, pero algunas palmeras y árboles de poca altura ofrecían sombra, y daban un toque de verdor. El pueblo lo formaban tres calles arenosas, paralelas al mar, con casas de colores de planta baja. Subimos al Faro de la colina, para contemplar las vistas. Luego dimos un paseo y vimos bastantes niños en una escuela. No había vehículos de ningún tipo y las calles eran de arena, se podía ir descalzo todo el día. Las casas eran bonitas, con porches y plantas, y algunas estaban adornadas con barcas en las puertas. La mayoría de las casas eran de estilo marinero, y quedaban algunas casas coloniales con rejas en las ventanas. Era un lugar bonito y tranquilo.















Las playas de arena blanca eran preciosas. El color del mar Caribe era una combinación de franjas azules y verde transparente. Disfrutamos de los baños y de la puesta de sol. Contemplamos el espectáculo de los pelícanos que se lanzaban en picado al mar para atrapar los peces. Vimos como se les ensanchaba el cuello al tragar. Algunos parecían kamikazes, y vimos uno que en la rapidez de la bajada chocó contra el lateral de una barca. Nuestra presencia cercana les era indiferente, debían estar acostumbrados y no huían. Al día siguiente alquilamos una barquita para hacer excursiones por otras islas del archipiélago.







 

lunes, 10 de octubre de 2005

P.N. CANAIMA Y EL SALTO DEL ÁNGEL

 


La avioneta que nos llevó hasta Canaima solo tenía 5 plazas. Como la mayoría viajábamos en pareja, hubo un sorteo. Tuvimos suerte y pudimos viajar juntos. El vuelo fue corto, de media hora, y no hubo turbulencias. El paisaje desde la avioneta fue espectacular. Las copas de los árboles parecían coliflores, y nubes aisladas proyectaban su sombra formando manchas en la vegetación iluminada por el sol. Los ríos y afluentes de aguas lodosas se veían serpenteando entre el verde exuberante. Hasta vimos un arco iris sobre las copas de los árboles.   


El Parque Nacional de Canaima estaba formado por acantilados escarpados, ríos, saltos de agua y mesetas de cima plana que llamaban tepuyes. El más conocido era el tepui Roraima. Cogimos una barca por el río Carrao hasta el campamento, donde dormimos en hamacas la primera noche. El río era precioso y tranquilo, con vegetación abundante a ambos lados, que se reflejaba en la superficie del agua. Fuimos río arriba y pasamos por una zona de rápidos donde había habido varios accidentes de barcas volcadas. La barca se ladeaba mucho y salpicaba un montón de agua, como si nos lanzaran cubos, llegamos empapados.

La Laguna Canaima tenía aguas color vino rojo, coñac, cerveza o coca-cola, según las versiones que leímos. El color de las tonalidades rojizas y marrones se debía a los taninos de la zona. Formaba un salto de agua espumosa, que los indígenas pemones decían que suavizaba la piel y los cabellos. Nos bañamos en el Pozo de la Felicidad. Pasamos por el Salto del Sapo, bajo una cortina de agua que nos empapó. Otros saltos en la laguna eran el Salto Hacha, Wadaima, Ucaima y Golondrina.





Al día siguiente seguimos por el río Churún hacia arriba. Durante el trayecto encontramos más rápidos y remolinos. Se nos volvió a empapar la ropa. Llegamos al segundo campamento y emprendimos la caminata hasta el Salto del Angel.  

La caminata por la selva del Parque Nacional de Canaima fue preciosa. Tardamos una hora a paso rápido. Cruzamos el río saltando piedras y pasamos a la Isla Ratoncito, donde estaba uno de los miradores. Seguimos caminando entre raíces de árboles que se extendían por el suelo, serpenteando y cruzándose entre sí. Había lianas, musgo, líquenes y grandes hojas que podrían cubrir un cuerpo. El ambiente era muy húmedo. Se veían mariposas, hormigas y otros insectos. 

Descansamos en el Mirador del Salto del Angel, sentándonos en unas rocas desde donde podía contemplarse la cascada. La pared de roca oscura de casi 1km de vertical se erguía ante nosotros. El chorro de agua blanca caía espumoso, y el viento esparcía las gotas en spray. Llegamos hasta la poza a los pies del salto y nos bañamos en aquella piscina natural. Nos refrescó el calor de la caminata. 

Para mirar el principio del salto teníamos que forzar el cuello. Tenía una altura de 979m, que era 16 veces la altura de las Cataratas Niágara. El nombre se lo dio el piloto americano Jimmie Angel, que hizo un aterrizaje de emergencia en la cima con una pequeña avioneta de cuatro plazas. Debía ser parecida a la avioneta que nos trajo a Canaima. Leí que Angel iba con su mujer y dos compañeros, y que les costó una odisea de once días bajar desde la roca hasta encontrar gente. Conociendo la historia contemplamos aquella altura con respeto. Cuando murió Angel quiso que esparcieran sus cenizas allí.