Tras varias horas de navegación nos
detuvimos en un campamento. Una de las mujeres nos preparó la comida. Se sentó
en el embarcadero y con un machete grande empezó a quitarle las escamas a un
gran pescado. Preguntamos el nombre y dijo que era un “morocoto”. Acompañaron
el pescado con arroz, fríjoles y banana frita. Luego nos tumbamos en las
hamacas.
Cogimos de nuevo la barca y nos adentramos
en canales más estrechos. En esos caños la vegetación de las orillas es
exhuberante y está más próxima. Vimos delfines oscuros, jugando y
saltando. Eran tan rápido y tan imprevisible el lugar por donde asomarían que
aunque les seguimos con la barca no pudimos fotografiarlos. Encontramos una
tortuga pequeña posada sobre el tronco cortado de una palmera. En seguida se
sumergió al acercarnos.
Paramos en uno de los caños más angostos y bajamos a tierra, pisando terreno pantanoso. El barquero nos mostró la planta del cacao, el árbol del palmito, las toronjas, ají picante y unos frutos rojos pequeños que se usaban como colorante. Vimos tarántulas, escondidas en una planta tipo palmera baja. Era negra y peluda, más grande que mi mano. Estábamos junto a ella y nos agachamos para verla mejor, aunque con precaución. Pero Luis, nuestro barquero, colocó su mano a un centímetro de la tarántula y ni se inmutó. Dijo que si no se la atacaba no hacía nada. La tarántula nos ignoró, pero los mosquitos del pantanal nos acribillaron.
Visitamos una comunidad de los indios warao.
Leímos que “wa” significa “canoa” y “rao” significa “hombre”. Esas comunidades
solían estar aisladas por familias, repartidas en las orillas del Orinoco. En
todas se distinguían las hamacas colgantes, meciéndose con alguien que
contemplaba el paso del río y del tiempo. En la aldea subimos a una curiara
a remo, la embarcación tradicional tallada en un tronco vaciado. Fue muy
relajante deslizarnos con la curiara por el río, en el silencio de la jungla,
contemplando el reflejo de los árboles en la superficie del agua.
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