Al llegar al Lago Malawi tuvimos la sensación de
estar frente al mar. Había olas, playas de arena y era inmenso: no se veían las
orillas, sólo la línea del horizonte. El lago tenía 550km. de longitud y 75km.
de anchura, con una profundidad de 700m. en algunas zonas. Lo “descubrió”
Livingstone en 1859 y quedó impresionado por su belleza. Como nosotros. Era el
tercer lago africano después del Lago Victoria y el Lago Tanganika.
Dentro del lago había
varias islas. Una de las paradas que hicimos fue la preciosa isla de Likoma. La guía la describía
“salpicada de bahías en forma de media luna…el relativo aislamiento del resto
de Malawi les ha permitido mantener su cultura en parte por el legado religioso
de los misioneros, pero también por la falta de población. Son 17km2
que flotan sobre las aguas cristalinas del lago...” No decepcionaba las
expectativas.
Nos alojamos en la bahía Ulisa, en uno de los extremos. En
aquella playa contamos unos catorce enormes baobabs alineados junto al agua. Pero los baobabs estaban presentes
en el interior y en toda la isla. De hecho, era el árbol que más se encontraba
en Malawi. Su corteza gris y rugosa parecía la piel de un elefante. Con la luz
del atardecer los troncos cambiaban del gris a un tono dorado intenso. Abracé
sus troncos y alguno medía casi nueve abrazos míos de circunferencia, unos
catorce metros de diámetro.
En la playa había
secaderos para el pescado y embarcaciones varadas en la arena, hechas de
troncos de árboles vaciados. Los niños jugaban a bañarse en el agua retenida en
el interior de las estrechas barcas, a modo de piscina. Nos hicieron participar
en sus juegos, y contemplamos la puesta de sol entre las copas de los baobabs.
© Copyright 2013 Nuria Millet
Gallego
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