La llegada al Lago Assal en Djibouti fue impactante.
Pasamos la Bahía de Goubet (Bahía del Demonio), que se extendía serena y azul.
El entorno era árido y pedregoso, y de
repente apareció el lago bajo la carretera. El lago Assal estaba en un cráter
rodeado de volcanes dormidos, en una depresión a 155 metros bajo el nivel del mar. Era el punto más bajo de África
y el tercero del mundo después del Mar Rojo y el Lago Tiberíades en Oriente
Medio. Tenía una superficie de 52 km2.
Lo que más destacaba
del lago eran sus aguas verde esmeralda y azul turquesa, rodeadas de salinas de
un blanco deslumbrante. Porque era un lago salado, sin peces, ya que la vida no
era posible en él. El agua contenía diez
veces más sal que la del Mar Muerto. La sal y la piedra caliza formaban
playas de media luna. El paisaje provocaba una sensación de grandeza y desolación.
Nos acercamos a la
orilla y probamos el agua. La temperatura exterior era de 30º y el agua era
cálida. El suelo era una superficie de pequeñas
aristas, cristales de sal cortante
que crujía con nuestras pisadas. Íbamos con sandalias porque descalzos no
hubiera sido posible. Nos mojamos hasta media pierna, al salir y secarnos se
formó una costra de sal blanca en la piel. La
sal era tan blanca que a veces parecía nieve.
Un hombre solitario picaba
el suelo y colocaba la sal en sacos que luego transportarían los dromedarios de
una sola joroba, en ruta hacia Etiopía. Habíamos visto algunos en el trayecto. Las
salinas habían sido excavadas durante siglos por los nómadas Afar que comerciaban con ella en largas caravanas. Al
despedirnos del lago imaginamos como sería formar parte de una caravana en la
Ruta de la Sal.