Junto a la costa de Djibouti, estaba la pequeña Isla Moucha,
a media hora en barca desde la capital. Era una agradable excursión de fin de
semana para los escasos turistas y las familias francesas que residían allí. La
infraestructura en la isla en la época que fuimos era cero. Ningún hotel ni
ningún restaurante o bar. Tenías que llevar tus propias bebidas y víveres para
pasar el día.
Fuimos al Muelle de Pescadores que estaba muy
ambientado. Algunos vendían pescado fresco, como dos grandes rayas. Otros
compraban khat a horas tempranas,
tal vez por ser viernes, día festivo. Contratamos una barca sencilla, sin
toldillo, blanca por fuera y azul por dentro. El mar estaba azul y muy calmado,
la superficie totalmente lisa. Hacía calor y agradecimos la brisa al navegar.
Fue un trayecto corto, de media hora.
La Isla Moucha era una
franja de arena dorada con algunos arbustos. El mar tenía tonos azul verdosos y era translúcido. Una buena zona para hacer buceo con tubo, aunque se conservaban pocos corales. No era de las playas más bonitas que habíamos visto pero tenía encanto. Había
varias barcas ancladas que había llevado a familias francesas residentes a
pasar el día o el fin de semana. Traían sus neveras y víveres, y hacían
barbacoas de pescado. Los que se quedaban a dormir tenían tiendas y carpas con
colchonetas, no había infraestructura.
Nos instalamos en el
pareo a la sombra de una roca que formaba una pequeña gruta. En seguida nos
dimos un buen baño. El agua estaba deliciosa y tenía tonalidades verde
esmeralda. Se veían los corales más oscuros. Curioseamos un poco por la isla,
que tenía rincones bastante fotogénicos, y permanecimos en remojo como
garbanzos casi todo el tiempo. En un cobertizo con mesa de picnic tomamos
nuestros víveres, y tras el último baño regresamos al bote y a Djibouti. Aquellas eran las escapadas de fin de semana de los militares y familias francesas que
residían en Yibuti. Nos imaginábamos su vida allí, no sería fácil, sobre todo
en los meses de verano cuando la temperatura alcanzaba los 45º a la sombra
(hasta 60º en ocasiones). Eso había hecho al país merecedor del sobrenombre de
“el infierno”. Pero habíamos ido en una buena época, el invierno africano, con máximas
de 30º y mínimas de 22º. Para nosotros Djibouti no fue ningún infierno; al contrario, disfrutamos de su gente y sus paisajes, el país tenía mucho que ofrecer.
© Copyright 2017
Nuria Millet Gallego