Mostrando entradas con la etiqueta barcas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta barcas. Mostrar todas las entradas

domingo, 2 de agosto de 2015

EL DELTA DEL OKAVANGO (1)

Desde Johannesburgo cogimos un pequeño avión con motores de turbohélice a Maun en Bostwana, un trayecto de dos horas. Un cartel con dos leones en la hierba dorada nos dio la bienvenida. Maun era la base para visitar el Delta del Okavango, declarado Patrimonio de la Humanidad..

Como curiosidad, no era un delta fluvial real porque el río Okavango no desembocaba en el mar, sino que se dispersaba hasta llegar al desierto de Kalahari. Nos alojamos en el campamento Old Bridge Backpackers, a orillas del río y junto a un viejo puente. Era un lugar tranquilo y relajante.



Al día siguiente hicimos una excursión por el Delta del Okavango en mokoro, Primero nos recogió una furgoneta hasta el embarcadero, donde cogimos una lancha de motor hasta la “Mokoro Station”, a unos 45 minutos. Los barqueros estaban agrupados bajo la sombra de una gran árbol y junto a un termitero gigante. También había mujeres barqueras.


Allí montamos en una mokoro, la canoa tradicional que manejaban con pértiga. Se construía vaciando el interior de un tronco, con madera de ébano. Navegamos por el delta entre juncos verdes y nenúfares flotando en el agua. En las orillas se veían árboles, alguna palmera y vacas aisladas pastando. Navegamos por estrechos canales entre juncos acuáticos, abriéndonos paso entre los tallos que nos rozaban los brazos. El agua estaba repleta de plantas acuáticas que alzaban sus tallos hasta la superficie buscando oxígeno. Había muchas flores de loto blancas y amarillas o lilas. Las abejas libaban en el interior de las flores. Nos deslizábamos suavemente y en silencio, impulsados por la pértiga. 





Navegamos una hora y media hasta llegar a una isla en el delta, donde desembarcamos. Allí emprendimos una caminata de un par de horas, con el barquero como guía. El interior de la isla tenía la hierba alta y amarilla. Vimos alguna laguna desecada, que llamaban pan, con el terreno arenoso de un blanco deslumbrante. Lo tocamos y era un polvo como harina fina. Vimos un cráneo de hipopótamo y una mandíbula de jirafa de huesos blanqueados por el sol.

Durante el paseo avistamos grupos de ñus y cebras juntos, algún impala y cocodrilos. También vimos y oímos hipopótamos bañándose y emergiendo con resoplidos. Pero estaban lejos y solo asomaban la cabeza con los ojos y las orejas rosadas. Comimos un picnic a la sombra de los árboles, que se agradecía con el calor del día. Al día siguiente seguimos recorriendo la zona del Delta del Okavango y vimos muchos más animales en libertad en la Reserva Moremi.

 







sábado, 4 de mayo de 2013

PESCADORES DE MALAWI

 




Durante el día la mayoría de las barcas permanecían varadas en las orillas del Lago Malawi, los pescadores dormían o descansaban unas horas, siempre escasas, y las redes se extendían en la arena, en espera. Al atardecer algunos recosían las redes con paciencia y empezaban a preparar los faroles que iluminarían la pesca nocturna.

El Lago Malawi tenía unas 500 especies de peces, 350 de ellos eran únicos en el lago. El pescado que ofrecían en los restaurantes era el Kampango (el pez gato) y el Chambo (parecido al pargo o dorada). Pero más populares eran las usipas, parecidas a nuestros boquerones, y las utakas, similares a nuestras sardinas, eran la base de su alimentación, acompañados de nsima, unas gachas de maíz espesas.




Vimos el regreso de los pescadores y hablamos con ellos, interesándonos por su trabajo y su vida. Tras la pesca y a falta de cámaras frigoríficas, preparaban hogueras para hervir el pescado en grandes calderos. Después lo colocaban en secaderos en esteras altas en la misma playa, junto a sus cabañas.

Otros se encargaban de voltear los pequeños peces plateados ayudándose con machetes. Un hombre joven nos dijo que ellos no pescaban, eran intermediarios, compraban la captura a los pescadores y se ocupaban de secarlo en aquel proceso laborioso, y de transportarlo a los mercados de la capital y otros lugares. Así  los pescadores podían dormir y descansar tendidos en sus chamizos de la playa, y recoser sus redes. Pero pagaban un precio a los intermediarios.


 



Mientras cenábamos unos sabrosos kampango y chambo, vimos en el horizonte de la noche oscura una larga hilera de luces alineadas. Eran los faroles de los pescadores, faenando. Y contemplando aquellas luces, el pescado de agua dulce nos supo diferente.

 



© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego

lunes, 1 de abril de 2013

PESCADORES DE MOZAMBIQUE





El pescador rebuscó entre las redes y cogió algo redondo con la mano. Tenía la piel tensa, rebozada en arena y su aspecto resultaba curioso. Era un pez globo. Habíamos visto alguno utilizado como lámpara colgante. Estábamos en Vilankulo, una población de la costa mozambiqueña, contemplando la llegada de las barcas de los pescadores. Eran pequeñas embarcaciones de madera y a vela, los tradicionales dhowns utilizados en aquella zona del Índico. También llevaban pértigas que les ayudaban a vadear el fondo y acercarse a la orilla.





Al acercarnos vimos como extendían la abundante captura de las redes en la arena: había peces rosados, amarillos, azules, cangrejos veteados de largas pinzas, y algún pez globo. Nos dijeron que salían a pescar cada día a las cuatro de la mañana y regresaban sobre las diez, cuando ya hacía más calor. Otras barcas pescaban al atardecer. Una vida sacrificada, como la de todos los pescadores, luchando contra los elementos. Es una de las profesiones que siempre admiraré. La parte final era el reparto de la captura entre los niños y mujeres que se habían acercado con sus palanganas metálicas o de plástico. Cada uno regresaría a su hogar recorriendo la playa de altas palmeras y transportando sus palanganas sobre la cabeza, como habían hecho durante siglos. Una escena ancestral.

 
 
© Copyright 2013 Nuria Millet Gallego
 
 
 

martes, 24 de mayo de 2011

LA PLAYA PANAMEÑA DE LAS ESTRELLAS





“No dejéis de ir a la Star Beach”, nos recomendaron en nuestra estancia en Panamá. Estábamos en Bocas del Toro, un archipiélago cercano a la frontera con Costa Rica. Desde Almirante cogimos una lancha hasta la isla Colón. Nos alojamos en un hostal de madera pintada de vivos colores, propiedad de un catalán de Vilassar de Mar, que cambió el Mediterráneo por el Caribe. Era una de las típicas casas caribeñas, de madera con porche y dos plantas de altura. En la plaza de la isla cogimos un autobús local hasta Bocas del Drago, donde estaba la Star Beach.

Confieso que desconocía que las estrellas de mar son animales (equinodermos) con estómago e intestino. También tienen pequeños pies que les permiten el desplazamiento. Las estrellas estaban muy cercanas a la orilla, de aguas transparentes. Puro Caribe. Mientras estábamos tumbados en la arena dorada de la preciosa playa de Bocas del Drago, las estrellas se desplazaron lenta, pero constantemente, respecto a nuestra posición. Los pies móviles se denominan “pies ambulacrales”. Nos divertía comprobar que la que estaba junto a nosotros llegaba hasta una barca varada, o que otra de ellas se movía hasta la palmera inclinada. Porque la playa de Bocas del Drago tenía decenas de palmeras inclinadas hacia la orilla del agua.


 
 
Se alimentan de moluscos, crustáceos y otros animales marinos. Tienen un cuerpo formado por un disco pentagonal con cinco brazos o más. Se conocían más de 2000 especies, y las de esta zona eran anaranjadas, aunque en África las habíamos visto de color azul eléctrico.
Un cartel advertía de la prohibición de tocar las estrellas, para evitar dañarlas. La tentación era grande, pero respetamos su bella fragilidad. Creo que nos lo agradecieron, quedándose más tiempo junto a nosotros.
 
© Copyright 2011 Nuria Millet Gallego

viernes, 29 de abril de 2011

EL TORTUGUERO

Al Tortuguero solo se podía llegar en barca o en avión por un pequeño aeropuerto. En el embarcadero de La Pavona cogimos una barca entoldada con otras veinte personas, ticos y guiris. El trayecto duró dos horas y fue una maravilla, atravesando el bosque tropical húmedo. El río Suerte llevaba poca agua y varias veces el casco tocó el lecho arenoso. Uno de los boteros impulsaba con una pértiga, y otros bajaron a empujar. Las aguas eran marrón chocolate y arrastraban hojas, ramas y algunos troncos sobre los que crecían plantas. La vegetación en las orillas era frondosa. 




El Tortuguero nos pareció un pueblo tranquilo y aislado, en la costa Atlántica de Costa Rica. Su calle principal estaba encajada entre el mar Caribe y el río Tortuguero. Las casas eran de planta baja, pintadas de colores azul cielo, verde manzana o amarillo. Tenía raíces afrocaribeñas que se reflejaban en la población. La playa era bastante salvaje, con palmeras y arena negra. El Mar Caribe tenía bastante oleaje y se veían las crestas de espuma blanca. Nos bañamos y comprobamos la fuerte resaca.

El Parque Nacional Tortuguero abarcaba la costa, con senderos en el bosque tropical y canales fluviales. Era uno de los lugares más importantes de desove de la tortuga verde y la tortuga laúd. 

Cogimos un bote de remo, sin motor, para navegar por el río Tortuguero, Caño Chiquero y Caño Mora. Fue un placer deslizarse por las aguas tranquilas de los canales en medio del silencio, solo roto por los sonidos de la jungla. Por todas partes había heliconias, las plantas rojas.

Mariposas morpho azules revoloteaban por los canales. El más estrecho era Caño Mora con 3km de largo y 10m de ancho. Vimos la entrada del Caño Harold, reservado para las embarcaciones a motor, y por eso mismo con menos posibilidades de ver vida animal por el ruido.






Vimos varios tipos de aves: la garza tigre juvenil, la aniaga o la oropéndola Montezuma. También monos Congo agitando las altas ramas de los árboles. Comían 10% frutos y 90% de hojas. En el Parque había otros dos tipos de monos, los monos araña y los monos carablanca o capuchinos. Vivían en grupos de 15 a 20 ejemplares. Vimos un basilisco verde con su cresta, intentando pasar desapercibido entre las hojas.




Encontramos varios caimanes. No eran tan grandes como otros de sus primos, como los cocodrilos australianos, pero no dejaban de impresionar. No solía ser peligrosos; se alimentaban de peces, anfibios y otros animales. Flotaban por la superficie del agua apenas unos centímetros y se distinguía su lomo, la cabeza con el ojo atento, y la mandíbula dispuesta a abrirse en cualquier momento. Alguno de ellos se volteó al acercarnos, y oímos el chapoteo en el agua de otros. Después de tres horas navegando en el bote de remos contemplando la naturaleza exuberante, regresamos a El Tortuguero.

Contratamos una excursión para ver a las tortugas. Partimos a las diez de la noche con Roberto, nuestro guía, y otras cuatro personas. Caminamos por la playa en total oscuridad, no había luna y apenas distinguíamos algún tronco en la arena. Roberto llevaba una linterna de luz roja, pero apenas la encendió. Caminamos a buen paso durante una hora sin ver ninguna tortuga hasta llegar al aeropuerto. Allí nos sentamos en un tronco para escuchar a Roberto. 

La excursión no garantizaba ver tortugas, eran sinceros. La mejor época para ver a la tortuga verde era julio y agosto. Pero en abril y mayo desovaba la tortuga laúd, la mayor del mundo, que podía llegar a medir 2m y pesar 500kg. Nos explicó que la mayoría de las tortugas hembra comparten un instinto que las hace volver a la playa en que nacieron para poner sus huevos. Anidan cada dos o tres años y, en función de las especies, pueden volver a la costa a poner huevos hasta diez veces en una temporada.

Emprendimos el camino de regreso pensando que ya no las veríamos. Estábamos un poco decepcionados y, de repente Roberto se agachó y se quedó inmóvil. Había visto una tortuga laúd enorme. Medía 1,6m y pesaba 400kg. La iluminó brevemente con su linterna de tenue luz roja, y nos situamos a su espalda. El caparazón y la cabeza eran muy grandes, con papada, ojos llorosos por la irritación de la sal, y llena de motas blancas. La cola terminaba en pico, y con las aletas excavaba un hoyo circular en la arena. La arena que echaba hacia atrás llegó a mis piernas. 

Nos contaron que cada tortuga depositaba de 80 a 120 huevos. Luego los cubrían con la arena para protegerlos, e incluso podían llegar a crear un falso nido en otro lugar para confundir a los depredadores. El periodo de incubación variaba de 45 a 70 días, después las crías rompían los huevos con la ayuda de unos dientes temporales y se dirigían al océano en pequeños grupos, moviéndose lo más rápido posible para evitar la deshidratación y los depredadores. Una vez llegan al mar, aún tenían que nadar un mínimo de 24 horas para alcanzar aguas profundas. Fue fantástico contemplar a la tortuga en su entorno natural.

Foto cortesía de Google