El pescador rebuscó
entre las redes y cogió algo redondo con la mano. Tenía la piel tensa, rebozada
en arena y su aspecto resultaba curioso. Era un pez globo. Habíamos visto alguno utilizado como lámpara colgante.
Estábamos en Vilankulo, una
población de la costa mozambiqueña, contemplando la llegada de las barcas de
los pescadores. Eran pequeñas embarcaciones de madera y a vela, los
tradicionales dhowns utilizados en aquella zona del Índico. También llevaban pértigas que les ayudaban a vadear el
fondo y acercarse a la orilla.
Al acercarnos vimos
como extendían la abundante captura de las redes en la arena: había peces
rosados, amarillos, azules, cangrejos veteados de largas pinzas, y algún pez
globo. Nos dijeron que salían a pescar cada día a las cuatro de la mañana y
regresaban sobre las diez, cuando ya hacía más calor. Otras barcas pescaban al
atardecer. Una vida sacrificada, como la de todos los pescadores, luchando
contra los elementos. Es una de las profesiones que siempre admiraré. La parte
final era el reparto de la captura entre los niños y mujeres que se habían
acercado con sus palanganas metálicas o de plástico. Cada uno regresaría a su
hogar recorriendo la playa de altas palmeras y transportando sus palanganas
sobre la cabeza, como habían hecho durante siglos. Una escena ancestral.