La primera noche en Bulgaria la pasamos en el impresionante Monasterio de Rila. Un autobús nos había llevado desde Sofía, la capital, a Blageovgrov.
Allí cogimos un taxi hasta el monasterio. El trayecto duró dos horas,
atravesando verdes montañas con niebla en las cimas. En alguna de las cumbres
vimos nieve. Nos recibieron unos monjes
ortodoxos, totalmente vestidos de negro, con faldones largos y un birrete
en la cabeza. En el monasterio había trescientas celdas para monjes e
invitados. Y éramos los únicos viajeros que nos alojamos en una de ellas.
Espartana es el adjetivo más adecuado para describir la sencilla celda, con dos
camas, una mesa, un armario y lavabo. Pero con las mejores vistas a las
montañas y las cúpulas de la Iglesia de
la Natividad.
Por la noche iluminaron los pasillos con arcos donde estaban las celdas. Lo único que rompía el silencio
era la fuerte corriente de agua del río cercano. En el mes de mayo dormimos con
pijama y dos mantas; se notaba que estábamos a 1.147m. de altura.
El Monasterio de Rila tenía cinco
pisos y era un gran conjunto de cúpulas, claustros, arcos, balcones porticados
y un laberinto de escalinatas. Era del s.X, reconstruido en los
s.XIII-XIV y completado en el s.XIX. Todo en piedra y madera. Se merecía la
categoría de Patrimonio de la Humanidad.
A las 6.30h. estábamos en la Iglesia del monasterio escuchando los cánticos de los monjes. Impresionaba su
atuendo negro y el revoloteo de sus faldas cuando se movían. Había un grupo de
monjes, una pareja de ancianos cuidadores, un monaguillo joven y nosotros. Uno
de los monjes tenía una melena leonina rizada y canosa, y larga barba. La
anciana encendía las velas de los altos candelabros, y barría los alrededores,
arrancando los trozos de cera del suelo. La Iglesia estaba repleta de coloridos
iconos y pinturas murales. Durante la oración los monjes retiraron un manto
y apareció un ataúd de madera que abrieron con llave. Todos se fueron acercando
uno a uno, santiguándose ante la tumba., Luego la cerraron, lo cubrieron con el
manto y continuaron con sus cánticos. A saber qué reliquias guardarían ahí. Procuramos
ser discretos y permanecimos sentados en las sillas del coro. Y desde aquellos asientos centenarios contemplamos
aquella escena repetida en el tiempo desde tiempos inmemoriales.