Coloridas,
abigarradas, repletas de figuras, mujeres con
vestidos multicolores y hombres con sombreros trabajando la tierra o en
festividades, casas de tejadillos rojos, iglesias, y plazoletas. Y siempre
dentro del marco de una explosión de naturaleza con verdes montañas, volcanes,
lagos y palmeras por todas partes.
Julio
Cortázar en su viaje al país en los años ochenta ya se fijó
admirativamente en las pinturas nicaragüenses y escribió sobre ellas en su
libro “Nicaragua, tan violentamente
dulce”, una de las lecturas que me acompañaron.
En las tiendas de
artesanía ofrecían pequeños cuadros de escenas de ese tipo, pero fue en
galerías donde vimos las mejores muestras. Era un estilo naïf; algunos dirían que con cierto infantilismo o
ingenuidad, pero transmitía mucho más. Cada lienzo estaba lleno de pequeños detalles, que atrapaban la mirada del
espectador y le hacían fijarse en cada centímetro de lo que plasmó el artista.
Pero sobretodo, eran pinturas llenas de
vida, una de las múltiples formas de expresar el latido del pueblo
nicaragüense.
© Copyright 2014 Nuria Millet Gallego