Mostrando entradas con la etiqueta porches. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta porches. Mostrar todas las entradas

viernes, 20 de enero de 2017

DJIBOUTI, LA LLEGADA



Djibouti en árabe o Yibuti en francés. Los dos nombres resultaban sugerentes y desconocidos. Djibouti era uno de los países más pequeños del mundo, ubicado en el Cuerno de África, con costas bañadas por el Mar Rojo, de un tamaño aproximado a la provincia de Badajoz. Un país peculiar, sin superficie de tierra arable, con desierto, tierras de pastoreo y nómadas, paisaje y clima desérticos con temperaturas medias de 30º.

Fue antigua colonia francesa hasta que alcanzó su independencia en 1977. Pero quedaban muchas huellas de la época colonial, entre ellas la arquitectura de la capital, el sistema educativo, la moneda (el franco, abreviado DJF) y la presencia de legionarios y funcionarios franceses que residían allí con sus familias.



La capital, del mismo nombre que el país, nos sorprendió agradablemente. Diferenciaban el barrio europeo y el barrio africano. La arquitectura colonial del barrio europeo nos gustó. Eran casas de dos plantas, con porches y arcadas moriscas. La mayoría estaban pintadas de blanco o amarillo claro. Las mujeres con sus coloridos vestidos largos y pañuelos estampados envolventes añadían color a las calles de ambos barrios.



La Mezquita Hamoudi estaba junto al mercado, con una gran torre abombada con dos balconadas de madera verde claro rodeándola. No era un minarete habitual para las mezquitas árabes. Los puestos del mercado tenían gran colorido, con la variedad de estampados que exhibían las tenderas y compradoras. Ofrecían sandías, berenjenas, tomates, plátanos, cebollas, pescados y carnes con moscas revoloteando…Algunos nos saludaban con un “Bon jour”, pero pasábamos bastante desapercibidos y no nos agobiaban ni intentaban vender nada. Las mujeres musulmanas, en general, no querían ser fotografiadas y lo respetamos. Sonreían cuando les decía que eran “tre jolie”. Me gustó especialmente la zona de los sastres con sus viejas máquinas de coser en la calle y la entrada de sus talleres adornada con telas coloridas colgantes.






El barrio africano era más anárquico, con calles de barro sin asfaltar y casas más sencillas, con presencia de uralita. Había puestos callejeros de venta de khat, la hierba etíope estimulante que masticaban y les quitaba el sueño y el apetito. Se veían hombres masticando con una bola que les inflaba la mejilla. Leímos que era un estimulante parecido a la anfetamina, aunque cinco veces más suave. El khat no era autóctono de Djibouti. Un avión transportaba diariamente varias toneladas de hierba desde Etiopía, el principal productor.


Quisimos acercarnos al Puerto para conocerlo y pasear, pero el acceso no parecía fácil. Pasamos por el Puerto Internacional, de carga, con grúas y contenedores. La Corniche nos decepcionó porque aunque estaba junto al mar era desolada, había algunos restaurantes, pero nada especial; sin apenas árboles y junto a la carretera, no nos pareció un buen lugar para pasear, sólo había coches. Otro día visitaríamos el Muelle de Pescadores, más interesante, con barcas de colores y venta de pescado. Vimos la Iglesia Ortodoxa Etíope con cúpula redonda, y la Catedral, de construcción moderna. La vieja Estación de Ferrocarril, en desuso y abandonada, hablaba de otros tiempos de esplendor.

Al atardecer nos sentamos bajo los porches de una tetería céntrica, y contemplamos el paso de la gente. Sólo los hombres estaban sentados en las terrazas; las mujeres iban y venían a sus quehaceres. Los hombres llevaban ropa occidental y algunos camisolas largas o camisa y falda larga cruzada que llamaban futá. Algunas mujeres parecían estudiantes, con sus mochilas bajo los largos vestidos combinados con pañuelos. Estuvimos en la tetería hasta que oscureció. Nuestro viaje acababa de empezar.


© Copyright 2017 Nuria Millet Gallego

jueves, 28 de abril de 2016

LA HABANA VIEJA

 

Resumir los atractivos de La Habana es una difícil tarea, pero intentaré describir algunos de ellos. Nos alojamos en la céntrica calle Campanilla y salimos a explorar la ciudad. En la Plaza Vieja los edificios eran imponentes y tenían grandes arcos en sus fachadas, con vidrieras de colores sobre puertas y ventanas. el barroco convivía con detalles art noveau 

Había fachadas pintadas de amarillo y azul. En una esquina estaba el Palacio Cueto, decían que de estilo gaudiniano, en proceso de restauración. En otro edificio cercano había una escuela y los niños hacían ejercicio y correteaban por la plaza. Hicimos una visita curiosa a la Cámara Oscura, un dispositivo óptico en una torre que, mediante un sistema de espejos, ofrecía vistas de 360º de la ciudad. Era como un periscopio panorámico.




En la Plaza de Armas había un edificio imponente, el Palacio del Segundo Cabo de 1772, que albergaba una librería y el Gabinete de Arqueología. Junto a él estaba el Castillo de la Real Fuerza del s.XVI, una de las fortalezas más antiguas de toda América, con un patio con cañones y un gran foso de aguas verdes. Vimos el Templete donde se celebró la primera misa, bajo una ceiba. La plaza era un mercado de libros de segunda mano.



Continuamos por la calle peatonal del Obispo, con galerías de artes, comercios y bares musicales. En una esquina estaba el mítico Hotel Ambos Mundos, que fue refugio de Hemingway. Estaba restaurado en rosa, y con piano bar, la música se escuchaba desde la calle. 

Otra de las calles peatonales adoquinadas era Mercaderes, con museos, tiendas y restaurantes con bonitos patios interiores. Y otro hotel histórico era el Hotel Inglaterra, de fachada blanca. Cerca estaba el Bar Floridita, donde el escritor tomó sus tragos, y la Bodeguita del Medio, con mucho ambiente. La Habana tenía muchos bares y restaurantes con solera y rincones para descubrir.




La Plaza de la Catedral, presidida por la Catedral de San Cristóbal del s.XVIII. Era asimétrica, con dos torres desiguales, de estilo barroco y de interior clásico, con copias de cuadros de Murillo y Rubens. Subimos a la torre para contemplar las vistas panorámicas de La Habana. Tejadillos de rojas tejas, agujas de iglesias y cúpulas, y la figura del Capitolio emergiendo entre los edificios. El Capitolio Nacional se construyó por el boom del azúcar tras la II Guerra Mundial y era similar al de Washington, pero más alto y rico en detalles. 




Cerca estaba el Gran Teatro de la Habana, que fue el Centro Gallego, un edificio espléndido y de dimensiones colosales, con torres coronadas por estatuas. El Museo Nacional de Bellas Artes, que fue el Centro Asturiano en su origen, era de estilo barroco y piedra blanca, y también impresionante. Los emigrantes construyeron fuera de su tierra edificios magníficos.

Frente al Teatro esperaban una colección de coches antiguos deslumbrantes. Eran modelos americanos de Chevrolet, Ford, Dodge, Plymoyh, Pontiac…La mayoría eran descapotables y de colores rojo, rosa, azul o naranja. Se utilizaban de taxi para los turistas. Ver aquellos estilizados y coloridos descapotables en las viejas calles de La Habana era un espectáculo de película.



Otro día recorrimos el barrio residencial El Vedado, y el barrio Chino. La ciudad tenía muchos otros museos y muchos eran gratuitos: el de Arte Colonial, ubicado en el bonito Palacio de los Condes de Bayona, el del Ron Bacardí, el Numismático, la Casa Guayasimín, el Museo de Méjico, la Casa Obrapía, donde vivió el escritor Alejo Carpentier o la Casa África. 

Y en los atardeceres paseamos por El Malecón, el mítico paseo marítimo de 8km de largo, el punto de encuentro tradicional de los cubanos. Al atardecer coincidían pescadores de caña, familias, parejas y grupos de amigos, paseantes contemplando el Atlántico. Empezamos el recorrido desde el Castillo de San Salvador de la Punta hasta la Embajada Americana. 

El mar estaba tranquilo y pequeñas olas rompían contra el cemento desgastado de la parte baja del malecón. El paseo era tal y como habíamos visto tantas veces en fotos, sin árboles, flanqueado por fachadas con porches de colores pastel bastante desgastadas, que miraban al mar. Estuvimos varios días en La Habana y disfrutamos de sus calles, sus paladares, de su historia y sus rincones y de su gente.







viernes, 8 de abril de 2016

GIBARA, CUEVAS Y CINE

 


Cerca de Guardalavaca estaba Gibara. Era una ciudad agradable en la costa norte cubana, con una bonita bahía, edificios coloniales con porches, y el mar al final de cada calle. El huracán Ike casi la borró del mapa en el 2000, y cuando fuimos todavía quedaban huellas de la destrucción. El topónimo procedía de “jiba”, el nombre indígena de un arbusto del lugar. Fue la ciudad natal del escritor Guillermo Cabrera Infante.

La ciudad fue una importante ciudad exportadora de azúcar, conectada a Holguin, la capital provincial por un ferrocarril. Con la construcción de la carretera central en la década de 1920, Gibara perdió importancia mercantil y cayó en un profundo letargo. Así la describía la guía. Pero eventos como el Festival de Cine Pobre, impulsado por el actor Jorge Perugorría, y actividades como competiciones de escalada o espeleología, le daban vida.

El ambiente de las calles era tranquilo, y la gente tomaba el fresco en la puerta de casa, sentados en hamacas. Se veía algún Chevrolet antiguo, como en toda Cuba. Estuvimos alojados en Las Hermanas, una preciosa casa familiar de techos altos, ventanas con rejas, suelos de mosaicos, mobiliario antiguo y patio con plantas.





Allí contactamos con Darwin, un bonito y simbólico nombre para un guía. Con él visitamos la Caverna del Panadero. La cueva estaba cercana al pueblo. Al poco de entrar encontramos luz natural proveniente de un agujero en el techo de la cueva; se llamaban dolinas y eran un sistema de refrigeración. Había siete dolinas en aquella cueva. Caminamos con el casco y las linternas viendo estalactitas, estalagmitas y formaciones curiosas como tentáculos de pulpo o lava derretida.

Vimos murciélagos apiñados en el techo, que revoloteaban al iluminarlos. Comían flores y semillas que cogían del exterior. Las semillas que caían al suelo germinaban en algún brote de hojas blancas al no tener clorofila sin la luz, y hojas verdes cerca de la entrada. 


La cueva tenía cuatro niveles de profundidad y bajamos hasta el cuarto, unos 150m bajo la colina. Allí estaba el lago subterráneo, como una piscina de aguas verdes transparentes. El baño fue de lo más refrescante y extraño. Las estalactitas se reflejaban en el agua calma como en un espejo. En la cueva había una gran sala natural, donde se proyectaban películas del Festival de Cine de las Cavernas. Otra curiosidad.



lunes, 4 de abril de 2016

SANTIAGO Y LAS TROVAS

La ciudad de Santiago estaba situada entre la Sierra Maestra y el mar Caribe, en la montañosa región cubana del Oriente, la provincia más caribeña de todas. Tenía influencias de Haití, Jamaica, Barbados y África. Fue núcleo de la colonia española entre s.XVI y XVII, y durante un periodo fue capital hasta que la sustituyó La Habana en 1607.

El Castillo San Pedro de la Roca del Morro, abreviado Castillo del Morro, se levantaba imponente ante las azules aguas del mar Caribe. Se construyó para proteger la ciudad de los ataques de los piratas. Su construcción tardó 70 años y finalizó en 1700. Los muros eran altísimos. Cruzamos el puente sobre el foso y entramos en sus dependencias convertidas en Museo de la Piratería 

Algunas salas habían sido cárceles de revolucionarios. Otras salas estaban dedicadas a las armas y a la batalla naval con los americanos, cuando los españoles perdieron Cuba en 1898. Muy interesante.



En la Plaza de la Catedral estaba la Casa de Diego Velázquez, la más antigua de Cuba, del s.XVI. Su fachada era de estilo andaluz con celosías de madera oscura, balcones y un gran portalón. Fue residencia del Primer Gobernador de la isla. Conservaba el mobiliario antiguo con arcones, escritorios y armarios. Tenía una bonita cocina con ánforas y tinajas para las limonadas que preparaban. Los patios interiores también eran bonitos, con un pozo y plantas.



La Catedral había sido dañada y destruida por los piratas y terremotos. La actual se completó en 1922. Tenía dos torres neoclásicas, el exterior estaba pintado de blanco y azul, con murales en los arcos interiores.

Frente a la Catedral estaba el hotel histórico Casa Grande. En él se alojó Graham Greene en la década de 1950, en una misión clandestina para entrevistar a Fidel Castro. Era un edificio blanco con grandes arcos y toldos, con vistas a la plaza.



Los edificios coloniales estaban pintados de colores pastel y tenían porches. Por las calles se veían calesas tiradas por caballos.

Visitamos el Museo Bacardí de imponente fachada con frontispicio triangular y altas columnas. Tenía varias plantas dedicadas a la pintura, la historia y la antropología. Bacardí fue alcalde de Santiago, se exhibían sus objetos personales (espejuelos, cartera, cartas manuscritas, libros…). La planta de historia estaba dedicada a la época en la que Fidel entró en la ciudad procedente de Sierra Maestra y proclamó el éxito de la Revolución. Había objetos personales de los revolucionarios, su biografía y sus frases más conocidas, con un vídeo con imágenes de la época.

La planta dedicada a la Antropología exhibía objetos de los indios precolombinos, una cabeza reducida de los shuar (explicando el proceso para reducirla) y varias momias, una de ellas traída por Bacardí y su esposa. Todo muy entretenido e interesante.



Paseamos por la calle Enramadas, y por el Parque Alameda. Luego fuimos al barrio Tívoli, el antiguo barrio francés, el asentamiento de los antiguos colonos que llegaron procedentes de Haití a finales del s. XVII y principios del s. XIX. Estaba en una colina y las casas eran sencillas, de planta baja.

Vimos la casa donde vivió Fidel, el número 6 de una casa amarilla con porche. Fidel vino a los 8 años a vivir allí con su tía que era maestra, y estudió interno en el colegio La Salle de los Jesuitas, que se veía a lo lejos. Frente a la casa estaba el Museo de la Lucha Clandestina, dedicado a la lucha clandestina contra Batista.

Seguimos paseando por el Tívoli hasta llegar al Balcón de Velázquez, un mirador con vistas del barrio.





Santiago fue cuna de casi todos los géneros musicales cubanos surgidos en sus calles, desde la salsa hasta el son. En la calle Heredia había varios locales de trova, la música cubana con letras poéticas, que surgió después de la revolución. Decían que la calle era una de las más pintorescas y vibrantes, como Nueva Orleans en la época de auge jazzístico. La música estaba presente en toda la ciudad, en muchos locales y en los pequeños restaurantes. Uno de los lugares más emblemáticos era la Casa de la Trova, donde escuchamos música en directo. Era un grupo de seis cubanos con tres guitarras, un bajo, un tambor y el vocalista principal con maracas.

El local estaba repleto de fotos de cantantes y grupos por las paredes, muy abigarrado. Los grandes ventanales con rejas estaban abiertos a la calle y la gente se paraba a escuchar. Algunos espectadores cubanos se animaron a bailar, moviendo hombros, cintura y cadera, en una demostración de ritmo imposible de superar. Todo un espectáculo para gozar.